La mayor parte de los aspirantes a alcaldes viven un agitado tiempo, un desasogante ir y venir, que se lleva a cabo en carroza. En la carroza viajan conmilitones que hacen de chambelanes, compañeros de candidatura que forman parte de la Corte, asesores de Prensa y palafreneros varios.

El candidato siempre goza del beneficio de la duda y, aunque las encuestas y los posos del café anuncien su derrota, nadie es lo bastante atrevido u osado para decírselo sin disimulos, porque nadie es suficientemente osado con los que viajan en carroza.

Al día siguiente del recuento, pasado el espejismo de las valoraciones, que traen las últimas luces de los focos, la carroza se queda convertida en calabaza y aguarda la reunión de partido, dolorosa reunión, donde con toda injusticia los dirigentes de la empresa, es decir, del partido, no se echarán ninguna culpa y todas las responsabilidades recaerán sobre el candidato.

Pero lo más doloroso no es la constatación de la fugacidad de la carroza, ni siquiera comprobar que la otrora atenta y perseguidora periodista se convierta en una persona que contempla al excandidato con el mismo interés que le despierta la farola de al lado, sino la disminución de los entusiasmos saludadores en la sede del partido, incluso la ausencia de saludos. Las derrotas, a pesar de que estén debidamente anunciadas, siempre constituyen una pequeña sorpresa para el derrotado.

Decía Kipling que el éxito y el fracaso son dos impostores, pero tengo la impresión de que en los estudios de televisión y en las secretarías de los partidos se leen mucho más los porcentajes del share y los recuentos de votos que a Kipling. Un programa de televisión que no obtiene público y un candidato que recolecta menos votos de los esperados no reciben ningún tipo de solidaridad. Por eso, quisiera enviar mi adhesión a esa esforzada mayoría que se va a encontrar con la calabaza.

*Periodista