Escritor

He aprovechado un viaje familiar a Gijón para visitar a mi viejo amigo Ginés Ayala, placentino y funcionario excedente de la UNESCO, por ese orden. Le llamé por teléfono y quedamos en el café Dindurra. Nos sentamos en la mesa donde solía hacerlo el poeta Castañón, autor de Barrio de Cimadevilla. Me preguntó, antes que nada, por Plasencia, su pueblo, como él dice con ironía. Sigue por internet la prensa regional y los últimos acontecimientos le tienen sobre ascuas. No entiende casi nada, como todos. Me preguntó por la presunta Feria del Libro y, como había leído mis artículos, me limité a contarle el desaire a J. L. García Martín y Antonio Sáez que no pudieron presentar ni siquiera sus obras; el último gesto innoble de esa vergonzosa pantomima. Aprovechó la ocasión para llevarme cerca del muelle, al final de la calle Corrida, y enseñarme la nueva y flamante Casa del Libro. Con todo, no faltamos a nuestra cita libresca con Paradiso y sentimos el daño que los de Espasa pudieran hacer a La Central. Claro que Gijón es una ciudad que lee. Buena muestra de ello, me dijo Ayala para fastidiarme, es el Salón del Libro Iberoamericano, que se celebra de nuevo estos días.

Me preguntó por Las Claras, inaugurado al fin, y le expliqué que en lugar de abrirlo con una exposición de postín que pusiera el listón bien alto y le diera desde el principio un toque de excelencia, habían improvisado una de aficionados que, si yo fuera artista, me impediría para los restos colgar ahí un cuadro. A ellos les da igual. Total, qué saben.

Al pasar delante del Instituto Jovellanos me señaló un cartel de la "Semana de les Lletres Asturianes". Porque conoce mi opinión sobre el castúo, para provocarme. Me limité a mostrar mi indiferencia y a hacer patente mi alegría porque los socialistas extremeños (alianzas regionalistas mediante), a diferencia de los asturianos, no se hayan embarcado en esa peligrosa travesía por las procelosas aguas de una lengua inventada. Para que viera farolas y no espantajos como los de nuestra querida plaza Mayor, me llevó Ginés a la avenida de la Constitución donde se están instalando unas enormes y de diseño que darán a esa vía principal de la ciudad norteña un elegante aspecto urbano. Para seguir tocándome las narices, me propuso que le acompañara al día siguiente en su paseo matutino. Quedamos en la escalera 14 de la playa de San Lorenzo, en el Muro. El recorrido, habitual para cientos de gijoneses y visitantes, es de una hermosura indescriptible. Rebosa salud y belleza. Llegamos primero al Rinconín ("esto es un parque y no la Coronación", me espetó). Después, por el Sendero Litoral del Cervigón, siguiendo la línea de costa de los acantilados, fuimos hasta la playa de Peñarrubia. Terminamos en lo alto de la Providencia, asomados a la terraza del restaurante contemplando el anchuroso mar Cantábrico. Justo debajo, los nudistas se torraban al sol. No me pasó desapercibida la placa situada delante de una casa imponente que se abre al horizonte en El Cervigón mismo, con una enorme cristalera a modo de gozoso observatorio. En ese lugar vivió los últimos años de su vida la poeta y feminista Rosa Acuña, invitada por el Ateneo Obrero. No saben cuánto me dolió el comentario de Ginés a propósito de las odiosas comparaciones. "¡Qué Oda marítima compondrías aquí", dijo con sorna. "Si gana Díaz, puedes pedir asilo político", añadió. Y el muy canalla rompió a reír.