Siempre deseé que La Constitución , que pregona que todos los españoles son iguales ante la ley, no fuera una lira de cuerdas de plata, en una casa esplendorosa, cuyo dueño carece de dedos, cuyos colaboradores supuestamente son sordos y cuyos súbditos aparecen sentados junto a la chimenea como huéspedes no vistos. El sentido común nos dice que la igualdad es un valor deseable, irrenunciable y posible si queremos organizar la convivencia entre los seres humanos de un modo justo. Pero los acontecimientos históricos y la experiencia de aquello que llamamos naturaleza humana (la capacidad del hombre para el egoísmo, la injusticia y el abuso del prójimo) nos dejan perplejos ante la posibilidad de que tal ideal pueda ser realizada.

Repetimos la igualdad es deseable, precisamente, porque en ella nos jugamos nuestra propia felicidad. Y por el mismo motivo --porque va a favor de nuestro propio deseo-- hay que afirmar que la igualdad se puede realizar históricamente; pero su parto es difícil a pesar de que nuestra Carta Magna lo pregone.

Festejaremos nuestra Constitución, una vez más con actos institucionales, discursos grandilocuentes y no sé cuantas cosas más; pero seguirán sangrando las terribles plagas de desigualdades madre de locuras y delitos.

Podré escuchar aquello de en mala hora no ladra el perro ; pero sigo pensando que las desigualdades y los paraguas son fáciles de llevar cuando la sufren otros. Cuando él cada día habla, todas las palabras se hacen cientos y hasta tempestades. ¡Que los sordos escuchen sus voces! ¡Que el grito más tenue del que se siente marginado socialmente se convierta en sombra de los que se enorgullecen entre fanfarria creyendo que hacen bien a la nación o a las regiones!