Escritor

Cuando se recorren cada día los kilómetros que uno suele, cuesta trabajo tomar el coche y conducir hasta Santander un viernes para volver a casa de nuevo al día siguiente. La ocasión, no obstante, lo merecía y hace un par de semanas nos acercamos a Cantabria. Desde las inmediaciones de Palencia, Castilla era una inmensa planicie blanca. En Frómista, donde comimos, en pleno Camino de Santiago, desde la ventana del restaurante se veía una plaza recoleta completamente cubierta de nieve helada. Alguien acostumbrado a la 630 no puede asustarse del peligroso trayecto que separa Aguilar de Campoo de Reinosa, también en obras. Como nadie que escalara de chico, a bordo de un Seat 600, las Portillas del Padornero y de la Canda se puede sorprender ahora al traspasar el puerto de Pozazal, otro de los que estaban habitualmente cerrados en los fríos telediarios en blanco y negro de nuestra infancia. Desde la habitación del hotel, se veía una esquina de la famosa bahía de Santander y no pocas mansardas que nos recordaron sin remedio al santanderino Alvaro Pombo. La razón del viaje era sencilla. En agosto de 1963 dio un recital poético en Torrelavega José Hierro. Leyó y comentó poemas pertenecientes al Libro de las alucinaciones, entonces inédito, un libro mítico en la poesía española del siglo XX que se publicaría un año más tarde. Para conmemorar esa efemérides, prevista antes de que muriera el poeta, la Consejería de Cultura de Cantabria ha organizado un ciclo, bajo la coordinación de Luis Salcines, en el que dos poetas, uno cántabro y otro no, leen, para empezar, un poema de Hierro, de ese libro en concreto, y lo comentan para iniciar después una lectura a dos voces de sus respectivas obras. Por él pasarán o han pasado escritores como Luis Muñoz, Juan Antonio González Iglesias, Antonio Moreno, José Angel Cilleruelo o Antonio Cabrera. En lo que a mí respecta, en la tercera de las siete sesiones del ciclo, leí con Lorenzo Oliván (Castro Urdiales, 1968), quien, además de excelente poeta, es especialista en la poesía del autor de Cuaderno de Nueva York. Codirige, junto a dos autores naturales de Torrelavega, Carlos Alcorta y Rafael Fombellida, la revista de arte y literatura Ultramar. Quién me iba a decir a mí que iba a conocer en estas circunstancias, tantos años después, a los editores de Aerovoro, un cuaderno de poemas que ellos incluyeron en su colección Scriptvm y que fue impreso en Torrelavega en 1989.

En contra de los tópicos que pesan sobre este tipo de actos, la concurrencia fue numerosa, el rato se nos hizo a todos corto y la gente salió contenta. El resto se fue entre conversaciones y cervezas en medio de una suculenta cena con amigos, entre los que se encontraba un poeta coetáneo que uno leyó de joven y al que había perdido completamente la pista, Angel Sopeña.

No está mal esto de celebrar encuentros literarios que rompan el ensimismamiento autonomista en que se debate la poesía hispana. Además, estoy convencido de que cada periferia es un centro, sobre todo desde que dejó de ser necesario pasar por Madrid (y entrar en el Café Gijón) para demostrar que uno era poeta. Me alegró también quitarme una espina que tenía clavada a propósito de José Hierro. Influido más que nada por las opiniones contra él de Valente, nunca fui un lector incondicional suyo. Sin embargo, pocas veces he disfrutado tanto leyendo en voz alta su emocionante poema Mis hijos me traen flores de plástico y comentando lo que he aprendido gracias a él.