Hace unos días llegaba a mi casa un sobre grande, de esos que parecen contener sentencias, apuntes de editor o publicidad con muestras de perfume. Nada de eso. Mi buen amigo Enrique tenía el detalle de enviarme todos mis artículos en papel. Doblados, ordenados pulcra y cronológicamente como sólo él sabe hacer las cosas.

En esta carta generosa y desprendida, supe ver de inmediato, el valor de los afectos esquivando la distancia y los valles plagados de la ausencia a que el tiempo nos condena.

Es una suerte tener amigos que envían cartas así. La amistad de repente se convierte en pura ilación de certezas y es ahí que se dibuja un rastro epistolario de valor incalculable; gestos casi heroicos con los que se atreve una a ser completamente feliz... al menos, el tiempo que dura un atardecer en el mes de junio, levadura del verano.

Dentro del sobre estaban mis textos como un juego de sábanas recién comprado; mis artilugios viajeros, volanderos dirección Mérida-Madrid, alentando un entusiasmo inaudito en mí: el de poder sentir toda esa sustancia, letra a letra, brujuleando las crestas de Miravete, avanzando sobre el horizonte azul de Gredos hasta la puerta de mi casa. Por allí se va al cielo.

Suele ocurrir pocas veces, pues ya casi nadie envía cartas grandes, pero cuando sucede y miro por la hendidura, pienso que las cartas son nubes de tormenta prestas a provocar la agitada emoción del llanto. Un llanto amable, un clamor no más. Viene a ser la lluvia salada que amenaza los inviernos del buzón.

Sí, porque amigos como Enrique, reverberan y trascienden Navidades.

Te brindan la sensación de abundancia de los bosques. Es como si dibujaran ante ti una frondosidad imprevista, enverdecida y proveniente del alma. Todo cuanto hacen, se ciñe a la verdad sin artificios.

Y aún mejor: cuando viene de visita a Madrid, llega con su impedimenta marinera; hasta una despensa trae en las manos y parte de las salinas de su corazón lo llenan todo... tanto, que hasta huele a Cádiz cuando habla y sé que le gustará esto que digo: en su acento lleva oculto un trasiego portuario y unas piedritas de mar.

A estas alturas Quique estará de un color que relumbra, color coral parecido al del tesoro que llevan dentro los rojos y erizados oricios.

¡Mira tu carta hasta donde vino, Quique!

Quique fue un bote salvavidas en medio de muchas marejadas radiofónicas. Le conocí en los tiempos deslumbrantes en los que atraqué mi barca en RNE; allí entre boletín y boletín informativo, entre reportajes y salidas con la Unidad Móvil se forjó una amistad que perdura hasta hoy, por encima de todo vínculo profesional y fue así porque dominaba como nadie los tiempos, los silencios, las señales horarias, las pautas de guión, las escaletas y los caprichos del directo.

Nadie que yo conozca, entiende como él la precisión y la pureza que requiere la radio bien hecha; la crónica ajustada y limpia de ruidos innecesarios. Pobretería sonora.

Sus exigencias de pulcritud, concreción, su esmero y dedicación, se convirtieron para muchos de nosotros en una suerte de magisterio que culminaba casi siempre con la obtención de importantes premios radiofónicos para la casa.

Ignoro si dentro del medio han reconocido tus abundantes méritos y desvelos, pero como amiga y compañera al menos yo te debía este homenaje.

¡Mira tu dedo señalando siempre en buena dirección hasta donde nos ha traído Kike!!! Y hablando de cartas...mientras escribo tu artículo, ¿casualidad o fatalidad?, me llega otro sobre abultado desde la Consejería de Cultura. Muy cordial, desde la Editora Regional, Luis Sáez me devuelve algunos de los originales que envié... Lluvia salada. No ha habido suerte pero insistiré incluso ¡resistiré!

Además, Quique amigo, alégrate por mí como haces siempre, no todo está perdido ya que según dice esta carta oficial, mi poemario En el Valle de las flores, puede que tenga una remota posibilidad.

* Periodista