No hay nada más antiguo que un cartel electoral, al día siguiente de haberse celebrado las elecciones, acaso un cartel de toros, después de haberse acabado las fiestas patronales, porque todo lo que eran ilusiones y expectativas parece polvo sobre banderas que yacen abandonadas, recuerdos de una lejana universidad.

Esos gallardetes con rostro, esas banderolas agitadas por el viento, esos carteles con lemas amortizados parecen una lección de fugacidad. Acaso en la fotografía del vencedor la sonrisa tenga todavía cierto fundamento, pero las alegres expresiones de los derrotados no sólo parecen asunto de un pasado lejano, sino muestras extemporáneas de un contento incomprensible.

La garrulería circundante, la forofada de la que no se libra ni un club de fútbol, ni un partido político, suele ensuciar las imágenes de los contrincantes con añadidos caricaturescos u ofensivos, avisos de que la intransigencia anida en porcentajes tan visibles como evidentes. Pues bien, incluso esa burla incívica aparece como un escarnio tan gratuito como inoportuno, tan inútil como improcedentes.

Muy pronto, la eficacia de la máquina publicitaria irá retirando esas muestras del pasado tan inmediato como antiguo, pero en los lugares no convencionales, en ese sitio insólito al que no llega la logística de reparación y limpieza, quedará durante semanas, quién sabe si durante varios meses, un rostro sonriente, que acudió al estudio del fotógrafo lleno de esperanzas, y que se va decolorando, a medida que el sol y la lluvia y el viento dejan su huella diaria, y la sonrisa tiene algo de mueca resignada, de acatamiento del destino. Sic transit gloria mundi . Lo sabemos, pero lo olvidamos, y es en esos carteles donde emana una profunda lección de que la vida fluye, y los triunfos y las derrotas son la antesala de un conjunto de carteles... y algo de melancolía.