Filólogo

Pedro Casaldáliga era, hasta ayer, obispo de Sáo Félix de Araguaia, en el Mato Groso de la Amazonía brasileña. Ayer se jubiló. Llevaba treinta y cinco años viviendo en el mismo palacio episcopal: una choza grande del poblado, de palma y barro, sin puertas ni llaves. Pedro ha llegado a la jubilación de milagro, gracias a que un policía erró el tiro que le iba destinado y que acertó con su compañero, el jesuita Joao Bosco, que cayó redondo a sus pies. Y ha llegado a la jubilación como obispo, también de milagro: pertenecía a esa cuadrilla que habían optado por los pobres: el obispo Romero, Jon Sobrino y Ellacuría, defensores de la Teología de la Liberación, por lo que caía mal en Roma, al punto de que le abrieron un proceso inquisitorial que pretendía también tumbarlo. Pedro era un obispo raro para los escribas de Israel: denunciaba "el neoliberalismo y las privatizaciones que pasan a ser privativas y privadoras de la vida de los otros, de las mayorías, frente a esa minoría privilegiada del 15% que ésa sí, merece vivir y vivir bien. El resto, es el resto y si el resto se muere de hambre, que se muera", algo a lo que no estaba dispuesto sin quedarse el alma en el empeño: por eso intentaron expulsarle cinco veces y otras cuatro le invadieron la casa en amenazadoras operaciones militares.

Pedro ha decidido no volver a Europa y morir en el Mato Groso o en Africa, donde le corresponda, para abonar con sus huesos la tierra que quiso recuperar para la dignidad.

Conocí hace mucho tiempo a Pedro Casaldáliga: supe entonces que en su huesuda arquitectura había un obispo de sandalias, de palacio episcopal de palmas y barro y un aval para los pobres de la tierra. Uno cree que si la avalancha de nuevos cardenales que ahora nombra el Papa siguieran las sandalias de Casaldáliga, los indios de la Amazonía y los negros de Africa no serían víctimas de los latifundios, las injusticias y el hambre.