El tráfico indiscriminado de vehículos por el interior de los centros históricos de nuestras ciudades supone exponer a estas zonas, al patrimonio que albergan y a sus vecinos, a unos impactos medioambientales (contaminación acústica y ambiental, degradación física de la edificación, riesgos estructurales producidos por la vibración sobre la misma, expulsión y maltrato del peatón, etcétera) difíciles de asumir y de justificar, y que prácticamente rozan la irresponsabilidad.

Las restricciones al tráfico de estas zonas solucionan de forma inmediata algunos de los problemas, como es, además de la reducción de los impactos ya mencionados, la utilización de las mismas como itinerarios diarios y/o alternativos de muchos ciudadanos poco solidarios no residentes en ellas, pero por sí solas no constituyen una solución plenamente satisfactoria. De esta manera, si no somos capaces de trascender del simple y, en ocasiones discrecional cierre, si éste no viene acompañado de otras medidas paralelas que minimicen el impacto sobre la vida cotidiana de los residentes (equipando y recalificando correctamente estos barrios, reordenando espacios públicos en los mismos...), si no se garantiza la ordenación de los aparcamientos internos y la dotación de otros externos, y no se implanta el necesario rigor institucional que vele porque dichos espacios no se conviertan en caóticos contenedores diurnos de vehículos, corremos el riesgo de segregar dichos cascos del resto de la ciudad, infligiéndoles el peor de los impactos deseable, la expulsión de los propios vecinos, garantes históricos de la sostenibilidad del patrimonio.