El proceloso mundo de las leyes se escapa de mi entendimiento. El caso Bretón es un ejemplo de ello. Leo con estupor que, una vez considerado culpable de matar a sus hijos, los jueces han tenido que determinar si hubo asesinato u homicidio. La diferencia entre una palabra y otra supone quince años de cárcel: 40 años de cárcel si fue asesinato, 25 si fue homicidio. Todo depende de si los niños estaban vivos o no cuando fueron quemados. El propio lenguaje viene cargado de horror...

Bretón, como cualquier padre que planea y ejecuta la muerte de sus hijos, en mi opinión lega es ambas cosas: un asesino y un homicida, al margen de ciertos detalles escabrosos. Los jueces no deberían dudar entre elegir una pena u otra, deberían sumarlas. Es decir: 65 años.

Bretón le ha hecho mucho daño a su exmujer, a los familiares de esta y a los suyos propios, huelga decir que a sus inocentes niños, pero también le está haciendo un daño casi considerable a numerosas madres divorciadas o a punto de divorciarse de maridos agresivos, con un perfil bretoniano. A este individuo tendremos que concederle el dudoso honor de recordarnos (¡y de qué modo!) la fragilidad que pueden llegar a sufrir mujeres y niños.

Lo importante no es dilucidar si Ruth y José estaban vivos o no cuando su padre los condenó a la hoguera, lo importante es que eran sus hijos y los asesinó despiadadamente. Bretón es un homicida y un asesino, al margen de lo que dictaminen nuestros ilustres jueces. Es presumible que antes de 25 años estará de nuevo en la calle, y esto demuestra que la ley y la justicia no tienen por qué ser palabras sinónimas.