El PP valenciano se ha visto sacudido por una grave acusación judicial de tráfico de influencias contra el presidente de la Diputación de Castellón y del partido en la provincia, Carlos Fabra. Se trata de un poder fáctico en el partido: amigo de Aznar desde sus veraneos en Oropesa, Fabra fue aliado de Zaplana y lo es hoy del nuevo presidente de la Generalitat valenciana, Francisco Camps, en plena pugna con su predecesor en el cargo.

El affaire tiene el perfil clásico de las relaciones entre la política y los negocios. Un antiguo socio de Fabra, enfrentado ahora con él por razones de vida privada, le acusa de utilizar su influencia política para allanar trabas de la Administración en favor de varios empresarios, incluido el propio denunciante, cobrando dinero por ello.

Corresponde a los tribunales dilucidar el tema. Pero, al margen de ello, el PP debería explicar por qué ha tolerado durante años que uno de sus dirigentes haya cruzado su cargo público y la actividad de asesoría de empresas. Fabra niega haberse enriquecido así, pero la acusación subraya que el patrimonio personal de Fabra ha crecido de forma sorprendente mientras mantenía esta arriesgada compatibilidad de actividades.