TMtuere un dramaturgo y, salvo alguna aparición pública de los que le admirábamos, apenas logramos conmover la piel dura, la concha pétrea mejor dicho, de las noticias nacionales enfrascadas en las elecciones, donde todo entra como pie en zapato pequeño. No he oído ninguna queja del director general de Teatro, con el pelo cada día más blanco de su ineptitud. Sí, don Andrés Amorós, vaya usted con Dios y para siempre. Tampoco he sentido la queja de Haro Tecglen. Qué ocasión para alejar el odio que particularmente le tenía. Que nadie piense que Miralles era un drogadicto, ni un fumador empedernido, ni bebedor, ni siquiera de café. Era un alcohólico, pero de teatro, al que se dedicó de por vida, y a su mujer, Carmen Hierro, extraordinaria mujer que lo apoyó hasta verlo morir en sus brazos. A su hijo lo cuidaba desde que nació. Pero gracias al adelanto de internet, su mujer está asombrada de los e-mail que le envían. Tiene obras inolvidables, como Catarocolón, otra sobre el Hombre, que era un grito contra la guerra, y en una de sus inolvidables escenas ponía en pie el poema Hombre, de Manolo Pacheco . Interviene en el montaje de Marat-Sade. Era de ver lo feliz que fue durante una temporada. Su nombre estaba en boca de todos, y yo corría tras él para que me dirigiera una obra. Pero llega la ruptura con Marsillach y Tecglen y comienza a notar que su techo está ya diseñado. Me dirige dos obras y sale una jauría contra nosotros, que somos los únicos que nos dejaron algún resquicio para experimentar. Y llega el cambio de su vida, lenta hacia la muerte física. Le pido que me presente una obra, y me contesta que tiene un juicio próximo. Menudo juicio. Espero que alguna universidad le recuerde.

*Escritor