Salíamos con los bocatas hechos por nuestras madres y portábamos los refrescos, y también las castañas, al campo. Atravesábamos las vías del tren de Aldea Moret. Partíamos temprano con los amiguetes en busca del ocio de un día especial. Andábamos. Corríamos. Reíamos. Nos sentíamos libres. Sin ser ni mucho menos mayores de edad, que para eso restaban unos años, el primero fue un acontecimiento. Por lo novedoso. Por lo emocionante. Por lo inolvidable.

Era muy bonito caminar y caminar hasta llegar al campo, cuando era campo, para compartir horas con los primeros amigos. Y también compartíamos la comida y la bebida, claro. Todo era de todos. Todo.

Lo de asar las castañas era el cénit. El más hábil, por decir espabilado y líder, lo hacía, con más o menos acierto, y los demás mirábamos mientras le dábamos patadas a un viejo balón que, presumiblemente, tendría de fecha de caducidad ese día. Ese señalado día.

Aquello pasó. Los últimos años, ya más mayores, subíamos a La Montaña. Ya teníamos edad para otras cosas, incluso para ‘pecar’ con la bebida. Algún que otro calimoche (¿o calimocho?) y cervezas, por supuesto que no en grandes cantidades. No había dinero para mucho. Y éramos, insisto, felices. Muy felices.

Hoy, en Cáceres, casi todos se concentran en El Cuartillo. Beben alcohol de marca en forma de combinados, se concentran en pequeños-grandes grupos y al día siguiente leemos en el periódico que aquello ha sido una batalla, una gran batalla, por el rastro de suciedad que ha quedado en las instalaciones de la diputación.

¿Y las castañas? A no ser las figuradas, ni rastro, me comentan. La esencia se ha perdido, las tradiciones se minimizan, el móvil lo puede todo. ¿O no será que me afecta la edad y minusvaloro la evolución de las costumbres, ésa que ya anticipó La Mode?