Algunos creen que la muerte de Fidel Castro puede adelantar el fin del castrismo. Tiempo al tiempo. Desde luego, no será a corto plazo. Como el propio comunismo, el castrismo es un arma de largo alcance, una perversa ideología sin ideología que ha estado sustentada durante décadas en el fanatismo, el odio a un enemigo con cola y cuernos al que combatir (Estados Unidos) y un poder militar con el que apagar cualquier conato de legítimo deseo de libertad. Si a esto añadimos un larguísimo listado de tontos útiles afines que no faltan en ningún país del planeta, incluido Estados Unidos, España o la propia Cuba, su continuidad está más que asegurada.

En el 59 Castro venció a Batista, otro dictador, en Sierra Maestra. Ganó Castro y a la larga perdió Cuba. Iba a venir la democracia, como había prometido el joven revolucionario, pero vino el comunismo. Iba a venir la esperanza, pero acabó ahogada en las aguas del Caribe. Iba a venir la prosperidad, pero vino el hambre. La Cuba de Castro, como decía Sancho Panza de sí mismo, quedó si no muy rica, sí bien azotada.

Castro fue un tirano chusco y ególatra que caía muy bien a los revolucionarios de salón que contemplaban extasiados desde sus mullidos sofás cómo semejante semidiós había conseguido convertir un hermoso país como Cuba en una granja humana. ¿Cómo combatir un régimen atroz que solo ha traído hambre y represión para el pueblo en contraste con los privilegios de una pequeñísima minoría que vive a cuerpo de rey? ¿Cómo combatir una forma de pensar y actuar que tiene tantos defensores?

«A Fidel Castro no lo absolverá la historia», ha escrito Vargas Llosa. Tampoco a Hitler, Franco, Pol Pot, Stalin, Pinochet, Mao, Gadaffi, Hussein, Videla... Ni a ninguno de quienes apoyaron --desde el gozo o la insensibilidad por el dolor ajeno-- a estos dictadores. Pese a algunos ejemplos edificantes, la historia no absolverá al ser humano.