Durante la jornada de hoy va a tener lugar en Cataluña una iniciativa inédita en nuestro país: más de 700.000 ciudadanos de 166 municipios están llamados a participar en consultas que han sido promovidas por diversas entidades secesionistas y en las que se pide a los ciudadanos que se pronuncien sobre la independencia de esta comunidad respecto a España. Ante todo hay que tomarse este asunto de manera que a nadie se le altere el pulso y que, en consecuencia, quienes deseen participar lo hagan desde la tranquilidad de que se trata de una actividad política, pero alejada de los dramatismos con que muchos ciudadanos se toman pronunciamientos independentistas. Perder la serenidad por este tipo de iniciativas no casa con la solidez y la cohesión de la sociedad española en torno al espíritu de la Constitución del 78.

Que los organismos del Estado se hayan abstenido de emprender recursos que solo habrían exacerbado los ánimos es todo un síntoma de que se ha impuesto el sentido común. Con la Falange desaparecida, a diferencia del precedente que tuvo lugar hace semanas en la localidad de Arenys de Munt, hasta los medios de comunicación más conservadores parecen haberse dado una tregua en torno a las consultas de hoy.

Dicho lo cual, a todos los que han promovido estas consultas o se han sumado a ellas --como el presidente del Barcelona, quien una vez más se aprovecha de su cargo en el club para fines totalmente ajenos al interés del mismo-- habría que recordales, no obstante, los nítidos límites de lo que hoy está sobre la mesa. En primer lugar, que la convocatoria afecta a una décima parte de la población catalana y casualmente la que reside en áreas donde el voto nacionalista es tradicionalmente mayoritario, una circunstancia que no es baladí y que hay que tener en cuenta para salir al paso de maniobras ventajistas en relación con el previsible resultado.

Hay que tener en cuenta, pues, que la participación puede reflejar el sentir de una parte de la población, pero que dista mucho de ser extrapolable al conjunto de la comunidad. Es evidente que no es lo mismo una consulta de estas características que otra que pueda celebrarse en su día con efectos decisorios, si legalmente fuera posible --como en el caso de la provincia canadiense de Quebec--, en la que los ciudadanos tendrían que aquilatar las consecuencias reales de una resolución tan seria. No olvidemos que, salvo excepciones, los sondeos realizados por organismos y empresas y durante muchos años indican que una amplia mayoría de los catalanes expresan sentimientos de identidad ambivalentes, como catalanes y como españoles, y creen en un futuro compartido con el resto de España, pese a los desencuentros coyunturales que puedan existir.

Por último, hay que recordar que, en menos de un año, los catalanes votarán para elegir un nuevo Parlamento. Entonces, como por otro lado lo han hecho hasta ahora con absoluta libertad elección tras elección, podrán optar entre los distintos partidos y sus propuestas, referidas, entre otras cosas, a la relación que proponen con el resto de España. Ahí es donde los ciudadanos deben hacer oír su voz, porque es la que, hoy por hoy, cuenta de verdad.