Licenciado en Filología

Hace poco, para eliminar limitaciones personales, acudí a unas seleccionadas catas de vinos. Y a fe que el ceremonial y la liturgia de estas reuniones, embriagan, más si ante los manteles, copas y vinos se sienta un neófito en arte tan seductor.

Con los cinco sentidos en canal, para impregnarme de cuanto la cátedra destilara, pronto percibí que yo era un ser advenedizo al medio: la voz de los expertos rebotaba en mis oídos; mis torpes entendederas no alcanzaban a lo que allí se explicaba: yo no sentía los aromas de las cerezas, de las moras ni el suave gusto de la canela, ni los sabores lácteos, las notas tostadas de maderas nuevas, ni mucho menos, como aventuró una chiquita hipersinestésica, criada a pie de cepa y bodega, el sabor a pámpano lleno de rocío mañanero que daba el vino que en ese momento se trasteaba, y peor aún, creí que perdía vista y todos mis sentidos de golpe porque no apreciaba ni el pajizo amarillo ni el carbónico residual, ni el aroma del heno.

Mi primera reacción fue la de levantarme e irme porque un paladar tan áspero y una sensibilidad tan mendruga como la mía no podía entorpecer las energías que sobrevolaban la mesa e interrumpir el clímax que envolvía a los participantes, quienes a medida que daban su impresión, más me hundían en una cuasi depresión de ser abreviado: Carnoso, ágil y moderno, con nariz pletórica, retrogusto en bucle, con un final de boca largo, delicado, redondo y expresivo, limpio, armonioso, con gusto a madera americana y almendras tempranas, salino con sabor a arena de playa mojada , repetían y una y otra vez, inmisericordes, maltratando mi elementalidad y mi atávico paladar de Atapuercas.

Salí de allí deslumbrado y alumbrado: de aquí en adelante se acabó el pitarra, el rioja, o el ribera: dame un vino con pulpa de fruta blanca, destello floral, sin aspereza, limpio, equilibrado, glicérico, brillante y con buena persistencia: ¡por Baco!