El impacto del terremoto que ha devastado una parte de la costa chilena hubiese sido mucho mayor si el país no llevara tanto tiempo haciendo los deberes de la modernización. De la misma manera, quizá hubiese sido bastante menor si el Ejército y la Marina hubieran dado antes la alarma del tsunami provocado por el movimiento sísmico y hubiesen evacuado la línea de costa. Se trata de una doble realidad que no es ajena a la dualidad de una sociedad en rápida transición, pero atenazada aún por las inercias del pasado. Una dualidad que parecía menos evidente antes del terremoto, pero que se ha puesto de relieve en una situación de exigencias extremas. Y, por qué no decirlo, en un momento de vacío de poder extremo, traducido en los asaltos a comercios y los saqueos, que han fijado la imagen de un país que aún cobija profundos desequilibrios sociales. A lo cual debe añadirse que los daños sufridos han sido mayores de lo que se dijo en un primer momento. Algo que no supieron prever los responsables de afrontar los efectos del terremoto: primero, parecieron sentirse con ánimos y recursos para acudir a solas en ayuda de los damnificados, pero enseguida se hizo patente que el desafío superaba con mucho sus capacidades.

Aun así, hay que destacar que frente al precedente de Haití, el episodio vivido por los chilenos, menos aniquilador, confirma que la dimensión de una catástrofe es siempre directamente proporcional a la pobreza y a la ineficacia. Y es que la solvencia de las instituciones es más determinante que la escala de Richter.