Filólogo

En diciembre a la gente le da por cenar. Hay cenas institucionales, con regalo incluido, pagadas por ayuntamientos, consejerías y diputaciones, o sea por todos nosotros, para disfrute de los políticos, de las que te enteras si tienes algún cuñado beneficiado que te enseña, con el aire de las conspiraciones, el reloj que le han regalado y te confirma el grado de complicidad que existe entre todos, sean del partido que sean, en estas tragantonas.

Están luego las cenas benéficas, de epulones y lázaros. Ya que todo el mundo no puede sentar un pobre a su mesa, porque no hay pobres para todos, se instaura la mística glotona del ibérico, la dorada, el cordero, barra libre, el baile y el vino que tiene Asunción, a doscientos euros por cabeza, a favor de un centro benéfico de sopa-avecren, a la que asisten, por el aderezo, damas de toda la vida tipo ancien regimen, acompañadas de sagaces empresarios que logran que se beba, en el altruista ágape, su vino, se consuma su cordero y la cosa sea provechosa también para los píos organizadores.

Las cenas de trabajo proporcionan trabajo casi todo el mes, mayormente a los funcionarios, que se afanan con los menús, los precios, los comensales, las idas y venidas para sacar gratis el champán y ajustar los precios, todo un sobreesfuerzo para una cena menestral en la que los restauradores, dada el hambre general y el follón, pasan de esmero y asimismo, se aprovechan. La cena de empresa se hace para reforzar la unión entre los trabajadores temporales con sueldos de miseria, dependientes de un gerente que puede dejarles sin cenar a él y a toda su familia cuando se le ponga en los colgantes, pero que esa noche brindará con champán malo, bailará con la trabajadora más antigua, y logrará que la mayor parte de los trabajadores se deje parte de la extraordinaria en el restaurante, que es, naturalmente, del dueño de la empresa. ¡Pues buen provecho!