Escritor

Coinciden Rodríguez Ibarra y Sánchez Dragó en muy pocas cosas y una de ellas es en opinar que la censura ha vuelto a nuestro país, aunque en forma de autocensura. Dice Rodríguez Ibarra que los nuevos censores son los tertulianos, que obligan a los políticos con sus dobles lenguas de micrófono y tinta al despiece o al silencio. Dragó, que andaba hace pocos días por estas tierras, ha manifestado que la nueva censura es la que te obliga a no apartarte de lo políticamente correcto. Y en el fondo son la misma cosa. Porque soy yo de la opinión de que la censura, tanto la de antes como la de ahora, está concertada siempre por el miedo. Por ejemplo, el natural miedo que da el saberte al filo del despido, que lleva a morderse la lengua en más ocasiones de las que acataría el sentido común. Por ello no es sorprendente que exista mayor autocensura en regiones de precarios contratos laborales que en las que se atan los perros con longaniza. Y Extremadura, no hay que olvidarlo, además de ser tierra propicia para que le florezcan a las primeras yerbas contratos basura, es la segunda región de España con mayor tasa de población activa de paro.

La censura en estos tiempos no es la imposición de una cruz ni de una espada, sino un sutil instinto de supervivencia. Uno se calla por no gritar. Porque el grito puede volverse en contra de uno, y el silencio es siempre provechoso. Ahí está el secreto de la cuestión, en el provecho. Con esa intención nos educaron después de todo, para ser hombres de provecho. Y no hay mayor provecho que el saber decir lo que los otros esperan oír, y callar las impertinencias. Los españoles aprendimos a tragar tantos sapos que ahora regurgitamos la autocensura en forma de utilidad, un modo elegante y nuevo de buscarse la vida. Imagino que cuando el señor Botín afirma que apoya --casi con violencia, diría Umbral-- la política económica del gobierno lo hace en función de la utilidad, y es que esa política ha llevado a su negocio a obtener beneficios superiores a los 2.600 millones de euros al cierre del año. Es presumible que el señor Botín, dueño de grandes palacios y mansiones, se sienta menos agobiado por la censura que la mayoría de las familias extremeñas que tienen que destinar 38 de cada cien euros al pago de la hipoteca de la vivienda, una hipoteca que, además de ser un modo abstracto pero eficacísimo de censura, seguramente afecte positivamente al negocio del señor Botín, y del gobierno.

Luego llegan los poetas y te sueltan aquello que el anónimo sevillano le dijo a Fabio de que "un ángulo me basta entre mis lares, un libro y un amigo, un sueño breve que no perturben deudas ni pesares y algún manjar común, honesto y leve". Que suena muy bonito, pero que reconforta a muy pocos, puesto que los clásicos se han quedado sin público. Las clases de humanidades están vacías porque también a la hora de elegir un destino cuenta la utilidad y la censura. A los chavales ya no les convence lo de la llamada de la vocación, que sólo trajo bohemia y mala sangre. Las aulas de humanidades se despueblan en beneficio de las de ciencias no porque los jóvenes se sientan menos atraídos por el rococó y el romanticismo que sus padres, sino porque se autocensuran y ponen los ojos en el culo y la cuenta corriente de David Beckham y Brad Pitt --que son sus héroes, por encima de Alejandro Magno o de Jesucristo, a los que ven como dos tipos barbudos que murieron sin firmar autógrafos y sin salir en televisión.

La censura es la presión de los pocos sobre los muchos, da igual que esos pocos sean tertulianos, curas o jefes de negociado. La autocensura, la filigrana de los muchos para que los pocos no les pillen en renuncio. La utilidad, el corte de mangas que los unos nos hacemos a los otros mientras arrimamos el ascua a nuestra sardina. Y la conjunción de las tres desgracias conduce a ese tipo de ignorancia que llevó a una muchacha a comprar La rebelión de las masas pensando que era un libro de cocina.