Seguramente ya conocen la carta publicada en EEUU por más de 150 intelectuales, periodistas y artistas, en la que se denuncia el clima de acoso a la libertad de expresión por parte de la llamada «izquierda identitaria». Más acá del contexto genuinamente norteamericano en que se inscribe, el contenido de esa carta podría servir para describir el ambiente opresivo de puritanismo ideológico y corrección política que, también en nuestro país -y aun (y aún) de manera más laxa-, obliga a pensárselo dos veces antes de entrar a debatir sobre ciertos temas -prostitución, aborto, feminismo, nacionalismo, identidad de género, discapacidad-…

No creo que haga falta buscar ejemplos. Peticiones de retirada de libros, linchamientos mediáticos, denuncias y boicots a profesores o conferenciantes, censura o cancelación de obras o eventos artísticos, van conformando, también aquí, una atmósfera asfixiante que empobrece el debate, promueve el miedo a discrepar, y sustituye la argumentación por la trapacería demagógica, el escrache y el linchamiento en las redes.

Sin duda que este ambiente opresivo se fomenta igualmente desde la derecha más recalcitrante (recuerden la «ley mordaza» y la gente encarcelada por manejar títeres, contar chistes o blasfemar), pero resulta especialmente interesante (y preocupante) el caso de la izquierda, sobre todo por las razones con que pretende justificarlo. De hecho, la carta de marras, firmada por adalides de la izquierda tradicional como Noam Chomsky, ha recibido ya la correspondiente réplica desde la «otra» izquierda. Veamos sus argumentos.

El primero y más tosco (lo esgrime recientemente Andrés Barba en El País) es que «la cosa no es para tanto». ¿Qué se lincha a personas? Sí; pero en muchos casos esos linchamientos acaban en nada (¡qué suerte!), y en otros se vapulea a tipos que no son trigo limpio, o que representan a las clases privilegiadas (sic); en todo caso -se afirma- este tipo de barbarie es el cauce inevitable para dar voz a los sin voz y fuerza a movimientos sociales más justificada u ordenadamente «justicieros».

El segundo argumento es el de «esto es la guerra (cultural), muchacho». Es el argumento que reniega de los argumentos. O la idea de que las ideas, el diálogo y todas esas formas «filosóficas» de contrastar opiniones, no son más que una concesión inoportuna a las élites. Inoportuna porque ahora no es el momento de pararse a debatir (nunca lo es para el fanático político), y elitista porque la gente que hay que defender no está para filosofías. Paternalismos aparte, se trata aquí de viejos teologemas revolucionarios (el antiteoricismo y la reducción de las ideas a ideología, la justificación de los medios en función de inmaculados y brumosos fines, la concepción romántica del activismo gregario) nunca probados, siempre fracasados, y defendidos, ahora, por una nueva generación de pijos burgueses de estética alternativa que pretenden cambiar la sociedad vía Twitter.

El tercer argumento y el más citado (véase la réplica de O. Nwnevu en The New Republic o la más colectiva en The Objective) es que los firmantes de la Carta (además de Chomsky, gente como Salman Rushdie, Margaret Atwood o la feminista Gloria Steinem) no son más que viejos popes de la cultura, sin casi otro mérito que ser varones y/o blancos y/o héteros y/o ricos, atemorizados por la vocinglería de los desheredados que amenaza, al fin (gracias, por cierto, a esos «izquierdistas» que son Jack Dorsey o Mark Zuckerberg), sus privilegios. Pero esto es pura demagogia. La lucha por incluir todas las voces al debate público no solo no es opuesta, sino que está absolutamente vinculada a la exigencia de que dicho debate exista, esto es: a que se permita opinar de todo con libertad, que es lo que pide, sustancialmente, la carta.

Ya lo dijo Kant (varón, blanco, etc.): la revolución no consiste en cortar cabezas (sustituyendo una tiranía por otra) sino en transformarlas. Y para esto es imprescindible convencer. Y para convencer es necesario el diálogo libre y crítico, libre de censura. Todo lo contrario de lo que pretenden los revolucionarios -y los iluminados del ala opuesta- en el mundo de la Twittersphere.

*Profesor de Filosofía.