Hace ya algunos años tuve la oportunidad de leer uno de mis libros preferidos, Marcelino, pan y vino , de José María Sánchez-Silva . Una bella historia considerada obra maestra de la literatura y que comienza con las siguientes palabras: "Hace casi cien años, tres franciscanos pidieron permiso al señor alcalde de un pequeño pueblecito para que les dejase habitar, por caridad, unas antiguas ruinas que estaban abandonadas a unas dos leguas del pueblo-". El niño que disfrutó leyendo su contenido, hoy convertido en adulto, no podría imaginar en aquel entonces que escribiría sobre un relato parecido, en esta ocasión totalmente verídico, y que iba a ser la excusa perfecta para hilvanar una columna de opinión.

Según nos cuenta el historiador franciscano Antonio Arévalo Sánchez en su libro Guadalupe, siglo XX (El primer siglo franciscano) , el 7 de noviembre de 1908 fray Bernardino Puig i Salá , fray Rufino Barrenetxea Bilbao y fray Tomás Ona Sáenz de Urrubáin llegaron a Guadalupe para hacerse cargo del Real Monasterio de Guadalupe que se encontraba en un estado ruinoso y en clara decadencia con respecto a periodos anteriores en los que fue un lugar relevante para el devenir de la España de los Reyes Católicos. Aquellos primeros frailes no podrían imaginarse cien años después el excelente estado de conservación en el que se encuentra su conjunto arquitectónico, los meritorios reconocimientos dispensados a lo largo de este tiempo y la relevancia que para una región como Extremadura iba a tener el cenobio villuerquino, convertido en el símbolo de la espiritualidad regional y en un hito trascendental para la historia, no ya de España y Extremadura, sino también de Iberoamérica. Pero no es mi cometido hablar de historia, pues para eso existe un amplio y extenso acervo bibliográfico en el propio archivo monacal y son numerosas las publicaciones habidas al respecto que nos demuestran y verifican tales afirmaciones. Trato más bien de centrar mi atención en las personas que, al igual que aquellos primeros expedicionarios, han tenido y tienen como misión la de custodiar el patrimonio cultural, histórico, artístico y monumental que albergan sus muros, sin renunciar a su vocación evangelizadora y de atención social, estrechamente vinculada a los propios principios de la orden menor fundada por Francisco de Asís allá por el año 1209.

Es posible que la ingente labor de los frailes en Guadalupe haya pasado desapercibida para la mayoría de los extremeños, quienes suelen vincular a la orden con el monasterio y santuario en su faceta de custodia y salvaguarda, desconociéndose otras misiones sociales, culturales, educativas- No ocurre así entre los guadalupenses, especialmente los de cierta generación, aquellos que se formaron en sus escuelas, participaron activamente en los movimientos juveniles que se impulsaron desde el convento y tuvieron la oportunidad de enriquecerse desde el punto de vista humano. Muchos de los éxitos que el conjunto arquitectónico ha cosechado en este centenario son sin duda fruto de la perseverancia y buen hacer de las diferentes comunidades franciscanas que han pasado por Guadalupe, que además de buena labor en los fogones, la música y las artes en general, también han sabido vislumbrar el mejor de los futuros para este pueblo y sus gentes, ejerciendo de embajadores y mediadores en momentos cruciales como fue la declaración del Real Monasterio como Patrimonio de la Humanidad en diciembre del año 1993.

Resulta patente mi simpatía, respeto y cercanía con los religiosos franciscanos. Se atisba en muchas de las palabras que aquí menciono, pero justo es reconocer --independientemente de que se comulgue o no con la orden religiosa-- la labor realizada en todo este tiempo y los frutos que desde su llegada se han ido recogiendo. Por tanto, mi consideración hacia la complicidad demostrada para la conquista de algunas metas y mi felicitación por esta singular y hermosa historia que comenzó a escribirse hace ahora cien años.