Es tiempo de cerezas, esas frutas preciosas que convierten una caja de madera en un muestrario de joyas. Es tiempo de siestas de sandía, cabezonas y dulces, de mareos de calor que solo alivian un café con hielo y un helado de nata o de limón, de los que dejan los dedos pegajosos y la lorza un poco más compacta, pero qué más da, si es verano y todo vale y todo cabe, hasta aquello de lo que nos arrepentiremos luego.

Han sido muchos días, más de cien, bajo techo, a cubierto de una tormenta de malas noticias y muertes que no dejaban a la esperanza resquicio alguno. Días de hacer la compra con tanto miedo que la mitad de lo necesario se convertía en prescindible, de salir a la calle y no ver a casi nadie, de horas robadas a la luz para pasarlas delante de un ordenador ante el que nuestros hijos han perdido visión, como nosotros.

Y ahora, hay que seguir con esto, con la distancia, la lejía, el miedo a no acertar o a pasarse de higiénico, las ganas de volver a las terrazas y la prevención de estar demasiado cerca de los otros. Nunca nos ha asustado tanto estar cerca, poder tocar, convertir los ojos en emisarios de la sonrisa que no puede verse, del gesto de enfado, de la curvatura cómplice que ahora no llega a su destinatario. Caminamos embozados, con las gafas empañadas, un reto enorme para quien además es puro despiste. Ahora sí que saludo a diestro y siniestro sin saber a quién he saludado, sin posibilidad además de averiguarlo luego porque la voz llega amortiguada y siempre hay prisa por no pararse en mitad de las calles que poco a poco van llenándose de nuevo. Hay quien parece que va a operar en media hora y lleva protección como para un quirófano y el descerebrado que cree que la juventud o la chulería le protegen del virus.

Menos mal que los parques han vuelto a llenarse de risas, aunque sofocadas por las mascarillas, las fruterías, de joyas encarnadas, verdes y amarillas como un atardecer de julio, ya hay que pasar menos tiempo delante de las pantallas y se ha abierto la veda de dejar la operación bikini para cuando se pueda.

Es tiempo de cerezas, tiempo lento de un mes robado que ha traído muchos sinsabores a la educación, pero que por fin acaba. Mañana será otro día, el mes que viene será distinto y ya tocará replegarse o levantarse según escuches a uno u otro agorero.

Mientras tanto, un café con hielo espera, hay libros abiertos, los tomates saben a tomates y el verano se despereza interminable, en un adjetivo que ojalá, por esta vez, hiciera honor a su significado exacto.

*Profesora y escritora.