Finalmente habrá elecciones el 10 de noviembre. Se cumplieron los pronósticos más pesimistas (incluido el mío, que aposté a finales de julio con un amigo: él estaba seguro de que no las habría, yo que sí) aunque también más realistas, pues el partido decisivo ya se había jugado en la primera investidura. Aunque muchos quieran repartir las culpas por igual, para mí hay una persona con nombres y apellidos que carga con una mayor responsabilidad: Pablo Iglesias Turrión. De él, de que hubiera hecho un gesto generoso, dependía evitar que tuviéramos que ir otra vez a las urnas. Pero él prefirió seguir a lo suyo: echar un pulso a Pedro Sánchez, pues como un niño encaprichado con algo («papá, quiero ser ministro», como antes quería ser presidente), si no se salía con la suya (gobierno de coalición), prefería tirar y romper los juguetes.

Es triste comprobar cómo la extrema derecha se revela más fiable para la derecha que la extrema izquierda para la izquierda. Mientras Vox apoyó el gobierno de Partido Popular y Ciudadanos en Andalucía aunque lo dejaran fuera del gobierno (no se permite la entrada de animales), Podemos prefiere abrir la puerta al zoo y que entren las bestias en el gobierno si no pueden estar ellos.

Iglesias pensaba que Sánchez podía cambiar de opinión con tanta facilidad como él. Los modos fueron perentorios, pero quien avisa no es traidor: José Luis Ábalos ya había advertido que la oferta de coalición tenía fecha de caducidad en julio, pero Iglesias seguía empeñado en comerse el yogurt en septiembre, que se le acabó indigestando. Perdió Podemos la oportunidad de tener ministros, algo que nunca consiguió Izquierda Unida, y a Pablo Iglesias se le va poniendo cara de Julio Anguita. Ni siquiera cuando vio que Ciudadanos y PP movían ficha aprovechó para moverse de su postura de «coalición o muerte».

Iglesias y los suyos seguían a lo suyo, haciendo declaraciones infantiles («tú no me quieres», «nunca quisisteis un gobierno de coalición»). ¡Pues claro! Desde el principio el PSOE dijo que su preferencia era gobernar en solitario, como sería la de Podemos si se lo pudiera permitir. Obcecados con la coalición, hubieran podido mirar el ejemplo de Portugal, que hasta hace poco ensalzaban.

Por otra parte, en el gobierno saben que el horizonte económico se va ensombreciendo: aún España va mejor que otros países, pero eso no durará mucho tiempo: si Trump vuelve a ganar las elecciones y sigue la guerra comercial con China, la economía mundial irá a peor. Alemania, el segundo país que más nos compra y más turistas nos envía, ya está en recesión, por lo que un buen cliente va a gastar menos en nosotros. Reino Unido sigue sin encontrar la salida en el laberinto del brexit, donde se metió por voluntad propia. Mientras tanto, Podemos sigue con su utopía de cambiar España de arriba abajo para acabar con lo que ellos llaman «el régimen del 78», una expresión que utiliza algún amigo mío y que me rechina dolorosamente, pues parece poner a un nivel parecido el régimen franquista con un periodo que, con todos sus defectos (una monarquía para la que no se pidió opinión a nadie; una corrupción política que no es muy distinta a la de otros países) ha sido el periodo de la historia de España que ha visto una prosperidad mayor y mejor repartida.

Arthur Koestler publicó en 1940 una novela titulada El cero y el infinito, donde reflejaba su desencanto con el movimiento comunista que él apoyó al principio (y por el que se jugó la vida: estuvo en la cárcel franquista de Málaga condenado a muerte). Entre el infinito que pedía Podemos, y el cero en que se quedarán sus aspiraciones, había un camino intermedio, que requería de más luces que las que han demostrado sus dirigentes obcecados, cegados por la cercanía del poder.

*Escritor.