Notario

En 1898, España se precipitó en una sima de desánimo hacia la que se deslizaba hacía tiempo. Un abogado y político de agudeza florentina y talante escéptico --Francisco Silvela-- captó la esencia del instante en un artículo cuyo título --Sin pulso-- acertó a condensar en dos palabras la perplejidad desolada de aquel fracaso colectivo. Pero en el reconocimiento inmediato y explícito del fracaso germinó con fuerza la simiente del regeneracionismo. Dentro de este amplio movimiento regeneracionista, el 23 de marzo de 1914, José Ortega y Gasset pronunció una conferencia en el Teatro de la Comedia de Madrid, titulada Vieja y nueva política, con motivo de la fundación de la Liga de Política Española.

Su fórmula es simple: Liberalismo y nacionalización propondría yo como lema de nuestro tiempo .

En el bien entendido de que la nacionalización orteguiana no consiste en la estatificación totalitaria, sino en la participación política de todos los ciudadanos en la gestión de los intereses colectivos, frente a las hegemonías de grupo, clase o casta. Todo ello con una finalidad: La nueva política es menester que comience a diferenciarse de la vieja política en no ser para ella lo más importante la captación del gobierno de España, y ser, en cambio, lo único importante el aumento y fomento de la vitalidad de España . No se trata sólo, por tanto, de ganar las elecciones sin reparar en el medio utilizado, sino --añadía Ortega-- de haber conseguido, por ejemplo, que se publique un buen libro de anatomía o de electricidad, o haber hecho que se forme por los labriegos perdidos en el áspero rincón de una montaña una sociedad agrícola de resistencia . La voluntad de regeneración afloró de forma recurrente, a lo largo de todo el siglo XX, cada vez que la situación política española lo permitió, y de forma especialmente intensa tras el inicio de la transición.

Felipe González acertó a resumir este espíritu en una sola frase cuando, al inicio de su presidencia, definió el cambio prometido con estas simples palabras: que España funcione.

Este prolongado esfuerzo de la entera sociedad española ha hecho que la España del siglo XXI sea una sociedad urbana y moderna que, con el ingreso en la OTAN en 1981 y en la Unión Europea en 1986, ha encontrado su lugar en el ámbito internacional.

Pero los procesos históricos nunca implican un progreso continuado e indefinido, sino que siempre existen parones y retrocesos en su curso. Así sucede, de un tiempo a esta parte, en España.

Los primeros síntomas llegaron poco después de la victoria por mayoría absoluta del PP.

Un creciente espíritu de confrontación, alentado por el talante autista y el ademán desdeñoso del presidente Aznar, invadió la escena política. Enfrentamientos gratuitos con los sindicatos, con los jueces y con la Iglesia. Crispación gruesa en las relaciones con Marruecos. Precaria relación con las autonomías. Descalificación radical de la oposición, con obsesiva apelación a los errores de ésta cuando estaba en el poder, cuya responsabilidad política ya se dilucidó en las urnas. Sin embargo, lo peor estaba por llegar. Porque podría haber sucedido que, más allá de sus formas abruptas y de su intemperancia sostenida, la gestión del Partido Popular fuese un modelo de eficacia y eficiencia ante la que no cupiese más remedio que rendir un respetuoso reconocimiento.

Pero no ha sido así y en la reciente memoria colectiva ha quedado la tragedia del Prestige como un ejemplo paradigmático de lo que nunca debe ocurrir: ausencia de medios para paliar de inmediato las consecuencias del desastre (a causa del desmantelamiento en curso del Estado) e impericia culpable en la gestión de la crisis. Y, no repuestos aún de la sorpresa, las grotescas vicisitudes del AVE Madrid-Lleida, propias de una olvidada España de charanga y pandereta, dan lugar a pensar que estos últimos tiempos no han sido ni de vieja ni de nueva política, sino, simplemente, de chapuza política. Esto es lo que hay.