Licenciado en Filología

Dionisio Blanco se acercó a un kiosco de la plaza de Mérida y sin exigir presupuesto, pidió un vino y el tabernero le sopló 2 euros, o sea un sueldo, que le arruinó el peregrinaje por los bares de costumbre. Pero no se achicó. Dionisio echó cuentas y consideró que del 0,80 establecido a lo facturado, había un descuadre; como luchador del circo romano aguantó el zarpazo y recordó a su ancestro Trajano, que siempre desconfió de los escanciadores de vino y concluyó que aquello era injusto. En el kiosco de la plaza de su pueblo, el patrón arbitrario pretendía que el proletariado mordiera la arena:

--Sin abusar, se oyó gritar al aborigen presentando cara al avaro hostelero que pretendía de golpe cargarse la sociología elemental del chateo. Hay un proceder y un modo: --he pedido un vino, un chato, de frasca o garrafa, en la plaza de mi pueblo, sin cata, sin marca, sin añada, ni copa de embocar, no un Vega Sicilia, replicó sin resuello.

El suceso le viene al capitalismo autonómico, donde mucho alto cargo como a cargo del erario público y el tabernero autóctono cree que todo cliente va a cargar la consumición a lo consejería, hasta que llega un Dionisio o un funcionario raso con el sueldo base en el bolsillo. El socialismo burocrático se ha olvidado del funcionario raso y le mantiene a raya, con un sueldo de miseria, en la barra, a calamocho y vino peleón, mientras los directores generales se beben a cubos el reserva.

Dionisio ha levantado el banderín del orgullo casta que no admite que le estafen ni acepta el segundo vaso para que se calle, y ha encabezado la revuelta del chato al precio justo. El follón puede ser grave, por mucho que ahora, en elecciones, pongan, para calentar al personal, la barra libre; en la plaza de Mérida nadie lo duda: se está larvando la contienda del vino y el odio de clase pero no se sabe dónde va a ser la riña, si en el kiosko o en la urna.