Hoy, como hace años expresé en este Periódico, quiero llegar a los lectores aquellos mismos pensamientos que en estos días, según mi parecer, cobran actualidad. Cada día me pregunto: ¿Habrá sobre la faz de la tierra un rincón libre de la confusión de lenguas, donde las palabras no sean vendidas, ni compradas, ni dadas, ni tomadas? ¿Habrá entre nosotros alguien que no se adore a sí mismo mientras habla? Si los voceros fuesen de una sola clase, los aguantaríamos y hasta quizá nos conformaríamos, pero son de innumerables clases y categorías.

Corremos la cortina de los parlamentos, tribunales, escuelas e instituciones y, ¿qué es lo que encontramos? Palabras más palabras, sirviendo de marco a mentiras y astucias, y bocas que son como guaridas de falsedades, confunden la verdad con la mentira. Viven todo el día en los pantanos y, como ranas, cuando llega la noche se acercan a las márgenes, levantan la cabeza por encima del agua y comienzan a perturbar la quietud con voces horribles e insoportables. En la tribu de los voceros hay de todo. Algunos se parecen a los mosquitos, también producto de los charcos, revolotean a nuestro alrededor, zumban en los oídos irritándonos y molestándonos. Otros, políticos, producen el mismo barullo infernal que las piedras de los antiguos molinos. No faltan los habladores semejantes a vacas, que se paran en las esquinas y plazas para lanzar al viento sus mugidos. En este concierto están también los "lechuzos", que pasan el tiempo prodigando sus lúgubres chistidos entre los cementerios de los vivos. Los hay semejantes a telares, que tejen viento y permanecen con mentes vacías y sin ropa. No olvidemos a ciertos gobernantes que se consideran domadores del mundo chillando como grillos por todas partes. Al censurar la palabrería con palabras, me digo: yo, no sé ustedes, puedo ser de esa tribu.