Domingo de Resurrección. Tras una copiosa comida con amigos vuelvo a casa en la tarde, paseando por un parque, con la barriga llena y el pensamiento divagando tras algunas copas de tinto. Cuando de repente una voz algo chillona pero a bajo volumen me devuelve bruscamente a la tierra: «¿Tiene algo de comer? ¿Me da algo de comer?».

Junto a mi regazo aparece un niño. Una no es muy buena calculando edades, pero el guagua, como dicen en este país, no tendrá más de 11 años. Sus ojos negros se clavan en mí con determinación. Apuesto que no es la primera vez que le toca pedir.

«Tengo hambre», insiste ante mi inmovilismo. En una fracción de segundos le doy una bolsa de patatas que nos sobró del almuerzo.

«Gracias», el niño sacude el paquete satisfecho y desaparece con la misma ligereza con la que fue a mi encuentro.

Durante esos segundos, quizás minutos, no abrí la boca. Sólo actué. Alguien que se dedica a la palabra se había quedado totalmente muda ante una situación que no esperaba.

Cuando vives y trabajas en lo que se considera un «barrio bueno» quizás encuentres a algún adulto pidiendo, pero un niño solitario y necesitado es algo con lo que no contaba.

Una de las grandes ventajas de dedicarse al oficio del periodismo es que te permite conocer personas, áreas, conflictos y realidades de los que eres ajena en tu vida diaria.

Guarda el peligro sin embargo de deshumanizarte. Eres consciente de las desigualdades y de las injusticias, pero se convierten en temas abstractos, casi de geopolítica. Consciente o inconscientemente te pones una coraza con la que te desligas de las desgracias diarias.

Después llegué a la conclusión de que esta abstracción no es exclusiva del periodista, si no que nos afecta a buena parte de la sociedad, a los privilegiados que no hemos tenido nunca que mendigar comida.

En esta fantasía de la clase media creamos una burbuja que nos ciega de las necesidades de tantos de nuestros semejantes y nos hace mirar hacia otro lado ante los desfases de aquellos que se encuentran por encima de nuestra escala.

Nos hemos auto-impuesto una especia de resignación ante la pobreza como dada por la naturaleza y ante la corrupción como pecado instintivo del hombre. Y no es así. Que un niño viva con hambre, y en el mundo son al menos 66 millones según las Naciones Unidas, no es normal.

Que el silencio no sea la respuesta.