Un insoportable número de ayuntamientos españoles no paga las deudas que tiene contraídas. Los acreedores son desde contratistas de obras hasta actores que alegraron a los empadronados con un espectáculo y, meses después, se encuentran, no ya con la excusa de que les pagarán más adelante, sino con la prepotencia de que, más vale que no protesten por no cobrar, no sea que, en el futuro, se prescinda de sus servicios y no se les vuelva a contratar. El funcionario al que pagamos entre todos, con el consentimiento del político al que también abonamos su sueldo, se ha transformado en un perdonavidas de mostrador, un matasiete de concejalía.

Si le dejas de abonar una multa al ayuntamiento, el ayuntamiento te incoa el correspondiente procedimiento de embargo, pero si es el ayuntamiento al que no se le pasa por los cajones de sus facturas pagar, se permite amenazarte, en una involución digna de los más gloriosos y repugnantes tiempos dictatoriales. Los ayuntamientos tienen dinero para alquitranar calles perfectamente transitables, pero no se hacen cargo de las deudas contraídas con autónomos y pequeñas empresas, que son el tejido del empleo del país. De vez en cuando, un hombre desesperado de este trato insolente y arrogante, se sube a una grúa y amenaza con matarse. Entonces el ayuntamiento le insta a que se baje y, luego, no le paga, pero le pone una multa por escándalo público. Esta chulería insoportable puede reventar cualquier día, porque un exceso de jactancia provoca daños irreparables. En plena crisis, permitir el cierre de cientos de pequeñas empresas por la desfachatez y la mala contabilidad de la Administración en sus diferentes niveles, es una barbaridad que tendrá su precio.