El número de personas que se dedican a la ciencia y la investigación en este país no representan desde el punto de vista cuantitativo una proporción significativa del empleo total. Sería un error, sin embargo, analizar su presente y sus perspectivas de futuro desde esa óptica. Los jóvenes --y no tan jóvenes-- investigadores pierden sus empleos con menos facilidad que otras personas con formación más elemental, es cierto. Y a la vez tienen muchas más oportunidades de trabajar fuera del país. Pero precisamente por su cualificación profesional y por sus grandes posibilidades de aportar valor añadido a la economía su dramática situación merece una atención especial.

Los casos que hemos conocido de centros de investigación y hospitales que reducen sus plantillas a través de unos exámenes de idoneidad creados exprofeso para reducir costes laborales teniendo en cuenta, en principio, solo la capacitación profesional ponen los pelos de punta. Entre otras cosas, suponen la eliminación total y absoluta --al margen de las recientes reformas legales-- de cualquier derecho laboral adquirido por esos trabajadores.

Resulta paradójico, sin duda, que en los sectores profesionales que exigen más neuronas y conocimientos la criba sea la más salvaje: si sobran tres puestos de trabajo, se despide a los tres últimos de una competición montada solo con ese objetivo, reducir la plantilla, al margen de que todos ellos estén preparados para hacer su trabajo. Peor todavía, si cabe, es lo que ocurre en los centros públicos donde los investigadores son funcionarios. Como no se les puede despedir, la solución está en no facilitar recursos y paralizar la actividad: solo se gasta en las inevitables nóminas.

Este panorama, producto de la reducción de los presupuestos de investigación en casi un 40% desde que empezó la crisis, empuja a los más jóvenes al extranjero. Hay quien se quiere engañar pensando que volverán, Pero apenas el 10% de los 400 científicos expatriados que han sido consultados confía en regresar.

Es una sangría inaceptable. Los contribuyentes sufragan una parte muy importante de la formación académica de los futuros científicos, pero luego estos acaban aplicando sus conocimientos en otros países a cambio de salarios mileuristas, en muchos casos. Salarios que su propio país no puede ofrecerles.