La semana pasada, Alemania y, sobre todo, Holanda, tumbaron la propuesta de plan de choque y «coronabonos» para ayudar a Italia y España, mucho más golpeados por la pandemia que los países del norte. Ayer se hablaba de que nos ofrecían el fondo de rescate. Ya se sabe cómo son esos rescates envenenados de los que nos libramos por poco hace unos años.

Para colmo, el ministro de Finanzas holandés, Wopke Hoekstra, del partido cristiano-demócrata, pidió que se investigara cómo es que, a pesar de que nuestra economía creció en los últimos años, no tengamos dinero para luchar contra el virus. Salió en nuestra defensa el primer ministro de Portugal, el socialista António Costa, que calificó, sin pelos en la lengua, de «repugnante» el discurso del holandés y advirtió, desde la autoridad de un país que salió de la crisis pese a todos los obstáculos que hundieron a Grecia, que en el sur no estamos dispuestos a escuchar otra vez las lecciones de ministros holandeses, evocando a aquel impresentable Jeroen Dijsselbloem, quien en 2017 pidió que no se prestara dinero a los países que no hicieran los deberes (léase: recortes a lo bestia), igual que nadie presta a quien se gasta el dinero en «alcohol y mujeres».

Uno de los éxitos indiscutibles de la Unión Europea han sido las becas Erasmus: con razón, pues parece que la UE es un grupo de amigos que se llevan bien cuando las cosas van rodadas pero donde cada uno tira por su lado cuando se tuercen. Desde el principio los italianos se quejaron de la indiferencia del resto de países europeos, sin nadie que les ofreciera ayuda. Y ello cuando se habían deshecho hace pocos meses del molesto antieuropeísta y neofascista Salvini, a quien el desdén europeo puede dar alas de nuevo.

Ahora, en Alemania se realiza medio millón de tests por semana, lo cual ayuda a que la mortalidad por contagiados en ese país sea ínfima, del 0,7 %, mientras que en España es del 7,8 % y en Italia del 10 %. Uno se siente humillado, como si la vida de un alemán valiera diez veces más que la de un español y casi quince veces la de un italiano. Si tienen tantos tests, ¿no sería lógico que donaran o vendieran a sus ‘amigos’ del Sur? Nos vemos abocados a comprarlos mucho más lejos, o a recibir limosnas, como los 10.000 equipos de protección que donó la República Checa, el millón de mascarillas que dona el presidente de Huawei o las 50.000 mascarillas que dona la Fundación Lumbini (los del Buda) a Cáceres.

La actitud de los países del norte nos muestra lo que ya deberíamos haber asumido: que no nos ven como a iguales a italianos y españoles, aunque fuéramos precursores de la Unión Europea, con el Imperio Romano y el de Carlos V. Los prejuicios son fuertes, y los complejos también. Todavía me asombra el papanatismo de tanto español que, sin haber estado en Holanda, Alemania o Escandinavia, se piensa que allí funciona todo mejor que aquí, recordando a aquel Gil, de la novela Juegos de la edad tardía, de Luis Landero, que imaginaba desde su pueblo Madrid como una ciudad de ciencia-ficción. O aquel emigrante extremeño que en los setenta, según me contaba mi padre, venía de Alemania maravillado, diciendo que «allí todo lo hace la máquina».

Uno, habiendo vivido en Alemania cinco años, está curado de espanto y tiene asumido que lo de la UE no hay que tomárselo demasiado en serio. Para los nórdicos somos, básicamente, países para ir de vacaciones. Los holandeses además nos pintan en su historia como los malos que los oprimieron con el Duque de Alba (tremenda falsedad, lo que hubo allí fue una guerra civil entre protestantes y católicos, con España apoyando a los perdedores). Para ellos somos cigarras, aunque trabajemos más horas y ganemos menos, y ellos son las hormigas. Hormigas carnívoras, quizás.

*Escritor.