La mayor fidelidad del votante conservador es una de las pocas constantes que existen en casi todos los análisis de sociología electoral, y eso provoca que buena parte del debate sobre el futuro de la política recaiga siempre en el lado del progresismo: allá donde, en líneas generales, existe más crítica interna y más ambición transformadora. Por otro lado, es obvio que la socialdemocracia, como representante mayoritaria de esa vía progresista en las últimas décadas, ha tenido suficientes cuotas de poder para que ahora, en este momento de intensa crisis sistémica, se sitúe en el centro del huracán.

Sin embargo, la socialdemocracia es solo un ladrillo del edificio político en el que hemos vivido durante los últimos setenta años y que ahora vemos que amenaza ruina. Sería equivocado colocar el foco sobre la mutación de la socialdemocracia; de hecho, creo que se está cometiendo un grave error trasladando el debate sobre las transformaciones necesarias al terreno partidista, es decir, a la mera necesidad de cambiar los partidos o de crear otros nuevos. En mi opinión, el relevo de cultura política va mucho más allá de eso.

Cuando en 1945 terminó la Segunda Guerra Mundial, Europa singularmente, y todo el mundo en general (desde EE.UU. a Japón), había sido víctima de una barbarie desconocida hasta entonces; el ser humano acababa de mostrar su peor rostro, más de sesenta millones de cadáveres reposaban bajo la tierra de un planeta herido y amenazado de muerte por la bomba atómica. El dolor y el pánico se habían adueñado de nuestros antepasados.

La política podía ser entonces el salvavidas que evitara el abismo del totalitarismo y la amenaza de destrucción total. Los acuerdos de Bretton Woods (1944) y las conferencias de Yalta y Potsdam (1945) pusieron los cimientos de un nuevo orden mundial basado en la paz y la negociación, y en torno a esas mismas fechas quedó acuñada definitivamente la expresión "Estado de bienestar", que tanto ha definido el devenir posterior de Europa. También en 1945 nace la ONU, símbolo mundial del inmenso deseo de paz; y a partir de 1950 se dan los primeros pasos, todavía retóricos, para tender los puentes que darían lugar lentamente a lo que hoy conocemos como Unión Europea. Era un momento en el que la política, como oposición a la guerra, triunfaba como forma de dirimir los conflictos y de sentar las bases para un mundo mejor.

XLA CAIDAx del Muro de Berlín (1989), casi medio siglo después, rompió el equilibrio existente entre las dos formas de entender la política que habían pactado la no agresión. El comunismo era finalmente despreciado como fórmula política y económica, y ese Muro tangible ya no podía ser el muro imaginario de contención contra la hegemonía del capitalismo, que ya entonces tenía el aroma del neoliberalismo impuesto por los gobiernos británico de Margaret Thatcher (1979-1990) y estadounidense de Ronald Reagan (1981-1989).

Y de aquellos polvos, estos lodos. Roto el equilibrio ideológico, sentadas las bases de las instituciones supranacionales e impulsada la globalización histórica por el rápido desarrollo tecnológico (curiosamente, también en 1989 nace Internet), estaban sentadas las bases de una dictadura encubierta que sustituiría la violencia física por la violencia económica: la de los "mercados". El drama es que este "salto evolutivo hacia atrás" se ha producido mientras en toda Europa imperaban la paz y la democracia, y la política --y no la guerra-- gestionaba nuestro destino. La política, pues, ya no se opone a la guerra (económica) sino que es incapaz de frenarla y hasta la refuerza.

¿Cuál es el resultado? Que la política ya no puede ser vista por la ciudadanía como su salvavidas, sino como la piedra atada al cuello que la está sumergiendo en lo más profundo de la desesperanza y la desazón. Lo que en 1945 representaba un rayo de luz entre las espesas brumas de la tragedia, setenta años después es visto como un pozo de oscuridad y corrupción. Y esto resulta, en verdad, estremecedor. Esta es la verdadera tragedia de nuestro tiempo.

Por eso hay muchos debates que no huelgan pero que no son los esenciales. La columna vertebral que nos salvará o nos condenará es ser capaces de dotar a la política, más allá de ideologías que cada uno defenderemos con convicción y vehemencia, de su condición de herramienta para la esperanza y la ilusión. No existe otro camino. Y ahí deberemos coincidir todos. Hay que asumir que hoy en día la política es mayoritariamente despreciada porque se interpreta, de manera no completamente equivocada, que ha sido cómplice necesaria en el desastre que está asolando nuestro futuro. Y, asumido eso, hay que trabajar conjuntamente para devolverle su dignidad y su fortaleza. Esos son los nuevos cimientos de la nueva sociedad. Sin eso solo habrá sufrimiento.