Revisar el pasado con la mirada actual es una estupidez, pero también una forma artera de censura, y un ejercicio de egocentrismo. Si la historia es maestra de la vida, y vida de la memoria, como decía Cicerón, o madre de la verdad, como afirmaba Cervantes, tratar de silenciarla es condenarnos a la mentira y la desmemoria, otra forma de engaño, no menos dañina. No se puede cambiar lo que ocurrió, pero sí tratar de no repetirlo.

Si echamos tierra a lo que no queremos ver, no habremos aprendido nada. Y lo mismo sucede con la literatura. Cada época contempla el mundo de una forma distinta, y así lo cuenta, o lo pinta, o lo refleja en cualquier tipo de expresión artística.

Un cuadro o un libro son el resultado de la guerra, el hambre o la bonanza. Los clásicos se llaman así porque han pasado el filtro de los siglos, y pueden leerse ahora con la misma frescura que si estuvieran recién escritos. Hablan de nosotros, como seres humanos, de nuestras necesidades y anhelos, de lo que nos gustaría alcanzar y no alcanzamos, aunque están escritos en otra época.

Nos enseñan lo que hemos avanzado o retrocedido, la diferencia entre lo que antes se consideraba normal y ahora, una aberración, como la esclavitud, el maltrato o la explotación infantil. Por eso, tratar de silenciarlos porque no responden a los criterios actuales no es más que una forma de ignorancia, la más dañina de todas, la que nace de la superioridad y la soberbia de los que no saben ni quieren saber y pretenden que los demás hagan lo mismo.

Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor, uno de los libros más deliciosos que leí en mi infancia, ha sido prohibida en muchas escuelas norteamericanas. Y Mark Twain, creador de Huckleberry Finn o Tom Sawyer, es considerado racista por mostrar la realidad del mundo en que nació.

Ahora le toca el turno a otra de las autoras de mi niñez, E. Blyton, la madre de los cinco, a la que acusan de sexista, racista y otras cosas peores. Puede que sus libros fueran planos y repetitivos y abundasen en diálogos carentes de la menor emoción, pero contaban las aventuras que todos quisiéramos haber vivido de niños, y reflejaban un mundo sin autoridad adulta que transcurría entre misterios y meriendas.

Mi preferida era Jorge, Georgina, la chica que quería a toda costa comportarse como un chico. Ahora resulta que debemos leer sus libros a la busca no de placer sino de elementos dañinos. Lo mismo podríamos hacer con toda la literatura, desde Homero al Lazarillo hasta Fortunata y Jacinta y no acabaríamos nunca, porque revisar el pasado con la mirada de hoy no deja de ser una estupidez, ya lo he dicho, y también una forma de censura. Y el censor no deja de ser un ignorante, incansable en su negación de la historia e incapaz del menor ejercicio crítico.

Es curioso que toda forma de dictadura empiece con la quema de libros. Será, tal vez, quiero engañarme, porque la cultura es peligrosa, y los libros siguen siendo importantes.

* Profesora