Muamar Gadafi, el presidente libio que ayer llegó a España en visita oficial, accedió al poder en 1969 tras un golpe de Estado. Ferviente musulmán poco ortodoxo y enemigo de los Hermanos Musulmanes desde que aquellos intentaron atentar contra Naser, a quien desde un principio le profesó profunda admiración, se convirtió en enemigo implacable del islamismo y en frustrado líder revolucionario de un país de menos de seis millones de habitantes donde la mitad son extranjeros.

De una incontinencia verbal desmesurada, siempre destacó por sus arengas contra el imperialismo y contra el Estado de Israel y, en la década de los 80, fue acusado de estar detrás de algunos de los atentados más violentos que se recuerdan: los que se cometieron contra los aviones de pasajeros de la Panam (Lockerbie, 1988) y de la UTA (1989), que dejaron un saldo de casi 500 muertos. Como consecuencia de estos hechos, el líder que había intentado todas las uniones posibles con Marruecos y con los países africanos vecinos fue sometido al embargo de Naciones Unidas, que no afectó al petróleo, y al aislamiento internacional. Ronald Reagan bombardeó Libia en 1986 y el país quedó encajado en lo que en el futuro se denominaría el eje del mal.

Las tímidas reformas de finales de los 80 y principios de los 90 no fueron suficientes para devolver a Libia al concierto internacional (fue el único país árabe excluido de la Conferencia Euromediterránea de Barcelona, celebrada en 1995) y, aún menos, para atenuar la opacidad y el carácter represivo del régimen.

Pero en el 2003, con el telón de la guerra de Irak al fondo, Gadafi realizó una de sus piruetas y dio un giro de 180 grados: reconoció la implicación de Libia en los atentados de 1988 y 1989, accedió a indemnizar a las familias de las víctimas, suspendió el programa de armas de destrucción masiva y se convirtió en una especie de hijo pródigo que vuelve al redil. Fue bienvenido por algunos países, aunque Amnistía Internacional, ajena a los extraños movimientos en al tablero internacional y a las incomprensibles alianzas, siguiera denunciando la conculcación de los derechos humanos en Libia, y Trípoli siguiera acallando con mano de hierro cualquier atisbo de disidencia. Es el cínico pragmatismo de una cierta política occidental que, como pone paladinamente de manifiesto su gira por Portugal, Francia y España, está dispuesto a perdonarle todos sus excesos --y, por supuesto, hasta la estrambótica parafernalia de su puesta en escena, de cartón piedra donde las haya-- a cambio de obtener los beneficios inversores en un país donde el petróleo riega el desierto. Si, además, el líder libio es un aliado incondicional en la lucha contra el terrorismo internacional liderado por el fundamentalismo islamista de Al Qaeda, la reconversión es absoluta y ya no cuentan en ninguna balanza moral ni sus excentricidades ni su régimen despótico.