Si ya es difícil la gobernanza de cualquier país, imagínense la de España, representado por independentistas de derecha y de izquierda, nacionalistas constitucionalistas, proetarras, antisistemas, animalistas, verdes, populistas de izquierda, un partido de derecha marcado por la corrupción, un partido de centro (que no acaba de encontrar el centro, y menos aún la izquierda y la derecha), un partido de derecha radical enemistado con el mundo, y un presidente de gobierno que siempre se ha tomado la política como un juego de aspiraciones personales y que, al igual confiesa que Groucho Marx en su famosa boutade, puede cambiar de principios en cuanto se lo pidan.

El etiquetado para aludir a los partidos políticos es meramente semántico: un repaso a las hemerotecas demuestra que sus fundamentos no están al servicio de unas ideas fijas y de la lucha por la convivencia y la prosperidad de los ciudadanos, sino de sus poltronas.

Y si además las circunstancias actuales (sobreabundancia de partidos políticos y por tanto fracturación del voto) obligan a pactos imposibles tras las elecciones, no es de extrañar que mientras escribo estas líneas no sepamos aún quién ganó de verdad el 28A.

Los intereses de los partidos son tantos y tan variados (diría que hay un interés específico en cada uno de sus miembros), que no es de extrañar que abunden la disidencia y los desafectos de barones y altos cargos que abandonan el barco no tanto por cuestiones ideológicas -como nos quieren hacer creer-, sino por aspiraciones personales truncadas.

Es propio de personas comprometidas interesarse por conocer cuáles son las políticas que marcan su devenir, pero la política española se ha convertido en un circo volcado hacia el espectáculo con demasiados payasos y saltimbanquis, y nosotros en sus espectadores rehenes. Solo nos queda la opción de pagar la entrada y matar el rato viendo la esperpéntica función.