XLxa candidatura de la ciudad de Cáceres a la capitalidad cultural, ha promovido, desde diferentes ámbitos, una deliberación acerca de cómo reinventar nuestra realidad cultural. Este objetivo, en un momento en el que la cultura es la abanderada del desarrollo comunitario, parece conducirnos a la transformación de lo cultural en un elemento de especulación, en una cultura-escaparate que podamos ofertar para su venta al exterior mientras que la cultura ciudadana, para el consumo doméstico-local, ha de quedar supeditada a las exigencias de tal actividad mercantil.

Estas directrices de las políticas culturales son determinadas desde los órganos de gobierno, quienes poseen, aunque ni el político ni el resto de la ciudadanía parezcamos ser conscientes de ello, no sólo la capacidad de crear infraestructuras materiales y pautar la organización de diferentes actividades en busca de una rentabilidad externa, sino que tienen también la prerrogativa de forjar valores y significados mediatizando así la construcción de la identidad cultural del ciudadano local. Una política cultural posee un incalculable valor patrimonial y de ahí la necesaria cautela que ha de ejercitarse para abordar su planificación.

Como punto de partida, cabe opinar que la política cultural no debe ser la cultura de los políticos, ni la de sus partidos, sino la del conjunto de la ciudadanía local. Desde instancias oficiales, se pueden programar acontecimientos o acondicionar lugares para el consumo cultural, sin embargo todo esto serán sólo infraestructuras que únicamente van a tener sentido cuando el ciudadano, en un uso cotidiano, las transforme a su medida. Y es que la cultura es la forma en que se ocupan esos espacios físicos, los simbolismos o significados atribuidos y su identificación como partes integrantes de la propia identidad.

En la ciudad, la cultura son las culturas, la diversidad interna de lo local. La cultura de los barrios, la de la centralidad; el botellón, el graffiti y la tradición popular; todo un heterogéneo conjunto de manifestaciones ciudadanas cuyas diferencias son las que dan forma al modelo cultural.

Es por todo esto que el gobernante ha de conciliar la planificación de una ciudad baremable para la capitalidad cultural con las peculiaridades y requerimientos de la cultura local. No sería coherente construir un magno palacio de congresos y mantener a la vez en estado precario una casa de cultura municipal. Ser placer de casa ajena y en la propia... exigüidad. Tal armonización de objetivos supone contemplar desde un proyecto dinámico, abierto y participativo, lo global y lo local, una tarea compleja de llevar a buen puerto un plan estratégico que pueda perdurar.

Identificando las culturas ya consolidadas y reorientándolas hacia las dinámicas de cambio social, podríamos entonces cimentar de forma sólida la proyectada capitalidad, para los otros y para nosotros. Tan sólo así podría legitimarse el patrón configurado de identidad cultural.

El objetivo de la capitalidad nos conduce a la transformación de lo cultural en un elemento de especulación, para su venta al exterior, mientras que la cultura ciudadana, para el consumo doméstico, se supedita a las exigencias de tal actividad mercantil