TEts posible que alguien se pregunte de qué ciudad hablo. Para salir de dudas aconsejo al amable lector que haya llegado hasta aquí, que busque un lugar elevado de su ciudad o de su entorno, y mire si los alrededores de su ciudad son extensas zonas arboladas, que dan continuidad a los siempre insuficientes espacios verdes que hay en su interior, o si, por el contrario, cuando acaba la ciudad sólo existen inmensas llanuras, llamadas erróneamente esteparias (ya que las estepas son zonas donde jamás hubo árboles), y los alrededores de la ciudad a la que me refiero fueron tupidos bosques de encinas, alcornoques, coscojas y quejigos.

Bosques sobre los que hace más de 2000 años Estrabón decía que una ardilla podría cruzar la península Ibérica sin bajar de las copas de los árboles, una verdadera envidia para el Barón rampante de Italo Calvino , y que hoy podríamos sustituir diciendo que un lagarto podría cruzar la misma zona sin que la copa de ningún árbol le tapara los rayos de sol.

XSI NO TIENENx ganas de salir de casa pueden mirar su ciudad desde cualquier navegador, como el Google Earth, y descubrirán una ciudad que no tiene en su entorno más arboles que los que se encuentran en la montaña, a cuyo pie se asienta. Será preciso alejarse decenas de kilómetros para que las llanuras cerealistas den paso a dehesas de encinas y alcornoques al norte, sur, este y oeste del territorio. Imagino que a estas alturas de esta tribuna ya habrán adivinado que me refiero a la ciudad de Cáceres.

¿Cuál es la razón de este odio a los árboles? Yo no lo consigo entender, las escasas zonas que aún conservan algunos árboles son propiedad, o lo han sido hasta hace poco, de familias de la oligarquía cacereña que no arrasaron sus árboles como sucedía con el resto del territorio: la Sierrilla y el Junquillo son las únicas zonas llanas o suavemente alomadas en las que existe vegetación arbórea, y en ambas se han asentado urbanizaciones en las últimas décadas. El Junquillo, situado en la salida de Cáceres en dirección a Alcántara y Valencia de Alcántara, bien podría convertirse en la Casa de Campo de los cacereños, que aunque a nosotros no nos sorprenda, quizás por ese odio a los árboles, es la única ciudad importante de Extremadura, e imagino que de España, que no tiene su particular Casa de Campo, piensen que incluso grandes urbes como Madrid han sabido conservar estos espacios para disfrute de sus ciudadanos.

Seguramente no existen razones que justifiquen que hayamos llegado a esta situación, todo lo más que podemos formular son excusas que nos dicen que uno de los gremios importantes y activos de nuestra ciudad ha sido el de los caleros, sí, esos que vivían en la famosa calle de nuestro redoble y que según la jota se lavaban con aguardiente. Pues bien, la existencia de más de un centenar de hornos en nuestra ciudad, en los que se cocía la magnífica roca caliza procedente de nuestro calerizo, hacía necesaria una ingente cantidad de madera para obtener la cal, y la ciudad debió ir consumiendo todos los bosques cercanos y algunos lejanos, ya que en el archivo de nuestra ciudad, me contaba mi compañero de la facultad y archivero municipal Antonio Rubio Rojas , tristemente desaparecido, existen datos de pleitos por la madera entre Cáceres y Aliseda sin ir más lejos.

Traigo este tema a colación porque, si bien la situación del pasado no coincidía con una conciencia ecológica que hoy debería tener la ciudadanía y por la que deberían velar nuestras autoridades, ahora asistimos a la denuncia de la tala de árboles en el patio del Seminario Diocesano de nuestra ciudad, y la muerte o arboricidio de más de un centenar de sóforas existentes a la entrada de Cáceres cuando venimos de Trujillo. Causa tristeza que una ciudad que ha sabido conservar su patrimonio histórico artístico, sea tan salvaje con su patrimonio natural. A los responsables de esto no les quemaremos en la hoguera, ya tuvimos bastante con la inquisición que se hacía llamar santa, y que, cómo no, en sus rituales empleaba la benéfica madera de nuestras encinas.