He vuelto a la Barcelona dorada de mi infancia. Barcelona no tiene el cielo de Madrid, ni su luz rompedora, ni sus 40 grados a la sombra. Brilla una bruma sedosa esparcida en raudales húmedos por la Barceloneta, ayer barrio dudoso y hoy prodigio de diseño, cosmopolitismo y estilo. En medio del centro modernista, entre las farolas de Gaudí , los señoriales comercios y los paseantes de todos los colores y todas las lenguas me ha acariciado el aroma tibio de mi arboleda perdida. He revivido las largas tardes infantiles con la amiga lejana que vivía detrás de la catedral y al olor de las sinuosas callejuelas góticas he saboreado sin probarlo el chocolate de las Granjas Petritxol. Allí estaba el Raval de Eduardo Mendoza y el Liceo de Mariona Rebull. La hermosa planta de la Catedral del Mar dominaba la Ribera y las Ramblas bullían de vida, flores, risas y tolerancia. Tantos años fuera me habían hecho olvidar el clima benigno, la gastronomía extraordinaria, el espíritu práctico y amable de sus gentes. Hablan mis familiares barceloneses del divorcio total entre gobernantes-prensa y la realidad diaria catalana. No lo sé. La tarde antes de la manifestación no noté crispación, ni malestar, ni humillación, ni falta de respeto. Vi una ciudad muy rica, muy bien tratada, mimada en inversiones, no solo de la Generalitat. Y mientras repaso la consabida guerra de números del día siguiente me pregunto por qué es siempre en la barcelonesa fuente de Canaletas donde las celebraciones futboleras del Barça o de la Roja (sí, allí también había banderas rojigualdas en los balcones y muchos vibraron con la gesta) las acaban a tortas, ellos que presumen de seny y de espíritu pacífico. Dice mi cuñado que a los catalanes les gusta mucho pegar a quien sostiene lo que no les gusta. No importa el color, el olor o el sabor siempre que sea español: lo mismo les va Rato que Piqué , Acebes , Rosa Díez , o ahora Montilla . Es una pena que un pueblo acogedor, amable, educado y solidario sea juzgado por unas pocas bestias ¿O es que no son tan pocas?