La modernidad más rancia nos trajo una colección de construcciones emblemáticas (lo que gustaba entonces este adjetivo) que ahora, salvo honrosas excepciones, duermen el sueño de los justos. España se llenó de paradojas: puentes sin ríos, aeropuertos sin aviones, bibliotecas sin libros y palacios de congresos sin congresos, que quedaron para graduaciones de estudiantes a los que encima se les cobra por su uso. El dinero público se echaba a paletadas sobre obras que no han acabado todavía, cuyas grúas sirven ahora de nido a las cigüeñas. Además, la modernidad nos trajo el concepto de plaza pública sin público, de ágoras de cemento sin una miserable sombra o con ridículas fuentecillas al lado de bancos de mármol en los que era imposible sentarse sin haberse sacado el carné de equilibrista. Que se lo digan a los pobres jubilados.

Cada ayuntamiento quiso dejar su impronta personal, su sello que casi siempre empieza por arrancar de cuajo toda la vegetación antigua. La idea de un espacio público bajo la sombra de los árboles, con bancos normales y una fuente redonda alrededor de la que jugaban los niños de pronto pareció obsoleta. Nada de columpios protegidos del sol por un techo de hojas verdes, nada de suelos de tierra ni enredaderas. Lo moderno es el cemento, el sol cayendo a plomo sobre los desventurados que se suban al tobogán para deslizarse sobre la superficie ardiente, y elementos de mobiliario urbano (ese sintagma ridículo) contra los que chocar continuamente. Los árboles son de pueblo, o franquistas, o marxistas o vete tú a saber qué inquina despiertan. Ya pueden bajar la temperatura varios grados, ya pueden adornar el paisaje sin necesidad de pivotes de colores. Ser moderno exige arrancarlos y sustituirlos por nada, destruir en vez de crear, y tratar de hacernos ver a los ciudadanos que peatonalizar las calles no es devolvernos la ciudad para paseos y juegos, sino cubrirla de terrazas tanto en invierno como en verano para seguir obteniendo beneficios. La ciudad está al servicio de quienes la habitan, no de quienes la gobiernan. Los espacios amables invitan a la amabilidad, al sosiego, a la conversación y la risa. Y para eso no hace falta cubrir la tierra de cemento, ni invertir millones de dinero público. Solo hace falta mantener los árboles.

* Profesora