Algunas ciudades son como una canción de ésas que se te pegan de buena mañana y ya las tarareas durante horas. Pegadizas, muy de moda en temporada estival, pero que no te apetece escuchar más que cuando sales de fiesta.

Hay otras ciudades que suenan como los jingles de los anuncios: breves, rotundas y un poco cansinas. Otras tienen la melodía de una canción de juventud y están hechas de recuerdos de besos furtivos, de cervezas con amigos y de cartas que se guardan en cajas metálicas. También las hay bulliciosas y con un toque cani, entre reggetonero y de música de coches de choque.

Cáceres, la ciudad que habito, durante un tiempo tuvo el sonido del rock más moderno, de la movida más infinita, de noches que acababan viendo amanecer. Fueron unos años de música, de rebeldía, de modernidad, de un punto alternativo y chulesco que se correspondía con una década, los 80, de descubrimiento de libertades.

Si tuviera que decir a qué me suena ahora mi ciudad seguramente lo haría influida por mis propias experiencias y por la edad que ya tengo. Ha cambiado mucho la ciudad que habito, que ahora es más madura y más tranquila. Y pese a festivales como el próximo Irish Flead o el afianzado Womad, Cáceres en la actualidad tiene algo de pasodoble reposado que se baila entre matrimonios de toda la vida, que se conocen desde siempre y saben seguirse los pasos sin tropezar uno con otro. Acompañándose sin molestarse.

La ciudad tranquila, la ciudad feliz. Así se la ha llamado en numerosas ocasiones. Una urbe de funcionarios que no desean aventuras arriesgadas ni complicaciones. Con unos negocios casi apiñados en un centro comercial y con unos cuantos autónomos que siguen empeñados en hacer algo distinto y subsistir a pesar de las posibles ofertas más atractivas de otras localidades cercanas.

La ciudad ensimismada. Quizás ésa sería una buena definición para Cáceres. Una urbe que ve pasar por su casco monumental miles de turistas, que exhibe de puertas adentro su orgullo como Patrimonio de la Humanidad…pero que ve lastrada su expansión por unas comunicaciones deficientes y una promoción insuficiente en el exterior. Aburrida para ser joven, perfecta para criar hijos.

Desde luego tiene mucho de bueno. Basta con viajar un poco para saber que tenemos una joya; piedras milenarias que crean rincones propios de novela de Cervantes, una gastronomía con materias primas estupendas, una población amable, un clima razonable (excepto en las tórridas noches de verano sin viento). Y sin embargo a pesar de todo Cáceres es ciudad de paso, de visita fugaz para un día con ojos maravillados que reflejan campanarios, torres altaneras, aljibes moriscos y palacios hidalgos, con iglesias románicas y patios con higueras centenarias. Quizá la clave sea encontrar cómo explicar nuestros tesoros, cómo enseñarlos presumiendo y hacer que quienes nos visitan se sientan una parte, no de sus pequeñas historias personales, sino de la Historia con mayúsculas: la de los conquistadores, los hidalgos, las tres culturas que nos precedieron y del orgullo de haberlo conservado a través de los siglos.

*Periodista.