TEtn el museo de Orsay, en París, cuelga un lienzo de Van Gogh titulado 'La siesta' que representa a una pareja de campesinos en la práctica de esa costumbre meridional tan arraigada, mal que les pese a los alemanes. No parece, de todas formas, un reposo placentero porque los segadores están tumbados sobre un montón de paja, que pica como un demonio, y los colores elegidos por la bendita locura del pintor --amarillo rabioso, naranja de fuego-- evidencian que sobre la escena debía de caer un sol bíblico. O sea, una siesta en el infierno. En verdad, aunque se trate de un hábito muy saludable, a veces sienta fatal, sobre todo si la comida ha sido copiosa. Me refiero a esas ocasiones en que uno se despierta a las dos horas largas, aturdido y desorientado, sin saber si se encuentra en el sofá de los suegros o, por el contrario, en casa un lunes laborable en que no ha sonado el despertador. Se trata de una sensación muy desagradable, acompañada por cierto embotamiento y una mala leche amoniacal.

Pues bien, durante la comparecencia en el Congreso, el presidente del Gobierno pareció recién levantado de una de esas siestas cabezonas. Rajoy no aclaró el meollo del asunto (la financiación ilegal del PP), leyó de cabo a rabo el discurso y, encima, pareció tropezarse con el "fin de la cita", que estaba entre paréntesis y no debía haber leído (solo le faltó recitar el número de página y el título que le puso al documento). A pesar de que el nombre de Bárcenas nos tiene hasta la peineta, fueron las del presidente unas explicaciones de trámite para salir pitando hacia Doñana a disfrutar de las merecidas vacaciones, como el resto de sus señorías. Todo fueron besos, palmadas y colegueo en el Congreso porque, mientras no se modifique el sistema electoral, la casta política seguirá durmiendo una siesta cardenalicia.