Escritor

Me gusta el club de los zapatos sucios, los que hacen del torpe aliño indumentario cuestión de elegancia. Porque si es cierto eso que dicen que Extremadura somos cuatro gatos, admitamos que somos gatos de un gusto exquisito. O será que tengo yo una especial habilidad para toparme con gente sublime, gente que te analiza el ADN a golpe de vista y te lee el porvenir en las arrugas de la camisa. Gastan estos tipos un baremo curioso, pero patético: el lustre de los zapatos, el color de una corbata, la marca del coche, cosas así. Si es poca la amistad que nos une a ellos, su análisis es un bufido en el que caben todos los desprecios. Pero si se consideran como de la familia, vaya por Dios, nos soltarán el vademécum de su filosofía, que a la postre son un par de sofismas del tipo "los hombres de éxito se conocen por el brillo de sus zapatos", o "las uñas roídas (o una corbata torcida o un pantalón manchado, etcétera), exponen a los ojos del mundo tu condición de perdedor". Por lo visto, importa un comino que tú te partas el alma esforzándote en ser buena persona, en hacer de tus hijos hombres de virtud, en contener al perro de mearse en el umbral del ayuntamiento. Nada de eso es relevante si paseas con los zapatos sucios o con unos calcetines blancos. Son los profetas de la imagen, sampablos y sanagustines de lo vacuo. Esa raza de gente que ha estratificado su moral en chalecitos adosados donde el cartel de "cuidado con el perro" ha sido sustituido por otro que dice "nadie traspase este umbral sin frotar antes una gamuza por sus zapatos (italianos, por supuesto)".

Claro está que, en el fondo, todo es cuestión de elegancia. Pero qué tiene que ver la elegancia con el gregarismo.

La elegancia es siempre una lucha personal. Y estos catecúmenos de la fachada entienden la elegancia como un ejercicio de gimnasia sueca: se ponen en fila a repetir los movimientos que dicta el monitor. Ese es su arte. Corbata de moda, zapatos impecables, bolso con retrato al modo de la reina madre, la coleta como Miguel Bosé, el tatuaje como Beckham, el pendiente en la ceja como un señor que pasaba por allí, cualquier cosa. Todo el brillo hacia fuera, como el tenderete de un judío de los tiempos de Quevedo.

Algo parecido a aquel hombre al que el médico le diagnosticó una anomalía cardíaca y le respondió: "En habiendo salud, al corazón que le den por culo".

Imagino, por lo que tiene uno leído, que siempre ha sido así. Ahí están el frac amarillo de Goethe o los abanicos con dedicatoria de Campoamor, tan de moda en la Europa de nuestros bisabuelos. Pero ahora, la estética que prima es la que dictan unos chiflados desde cualquier programa de televisión. Hasta los espíritus más aguerridos tienen los colmillos cercenados y se rigen por estereotipos prefabricados en series como Un paso adelante y bodrios así. Luego, el lenguaje, las ropas, los modos de estos entes de ficción son calcados por el personal con la pulcritud que da la veneración por la ortodoxia, y pasea uno por Extremadura encontrándose por las esquinas sosias de la quincalla del Bronx.

Comprendo que cuesta lo suyo no claudicar a la disciplina de la tribu; nadar en solitario y aguas arriba, como un salmón en celo; sustraerse del influjo de los que han hecho de sus trajes impolutos el nuevo Libro Rojo de la estupidez; pero ya va siendo hora de que alguien cante la belleza de una lluvia de polvo asentando su reino sobre unos zapatos. Por pura elegancia.