El pasado verano un amigo ingeniero me contó que los coches sin conductor serían un hecho en poco tiempo, y que esa nueva modalidad de vehículo, que él se compraría en cuanto pudiera, le permitiría ir tranquilamente leyendo de camino al trabajo, sin preocuparse de las inclemencias del tráfico. El proyecto me pareció una buen ejercicio de fomento de la lectura, pero al mismo tiempo me causó cierta inquietud, sea porque soy mal lector de ciencia-ficción o por culpa de mi natural escepticismo.

En las últimas décadas hemos visto tantas novedades que habíamos creído irrealizables, que no me atrevería a tachar a los coches sin conductor de proyecto ilusorio. Al fin y al cabo, después de la cerveza sin alcohol, la leche de soja (sin leche), las pipas sin cáscara y las llamadas telefónicas sin interlocutor humano, se entiende que el siguiente paso de proyecto sin habría de ser el coche autónomo.

Mientras tanto, uno de estos coches, de la casa UBER -aún en pruebas-, ya se ha cobrado la primera víctima mortal: una mujer estadounidense que iba en bicicleta por la calzada. Y en 2016 ya hubo al parecer otro caso parecido con un Tesla cuyo conductor se estampó con un camión por ir con el piloto automático.

Estas noticias abonan aún más mis dudas sobre si el proyecto acabará por imponerse o si se quedará en un pluf más, algo así como los viajes interplanetarios para turistas (que también apasionan a mi amigo ingeniero).

Confieso que no me atrae la idea de circular por ciudad o por carretera sin la posibilidad de liberar estrés culpando al conductor de otro vehículo de todos los males del tráfico. La conducción humana, demasiado humana, no debería perderse nunca, por mucho que algunos visionarios quieran deshumanizar tareas hasta ahora propias solo de personas. Conducir hacia la ciencia-ficción a demasiada velocidad puede hacer que nos estrellemos contra nuestras propias utopías.