TLtas palabras, como los virus, también tienen sus propios genes. Alerta y alarma comparten muchos de ellos, pero los que son diferentes generan acepciones con una carga semántica bien distinta. Podríamos decir que respecto a la nueva gripe, la OMS está en estado de alerta, de máxima vigilancia, mientras que la población mundial comienza a vivir un estado de alarma, en la más grave de sus acepciones, que en algunos casos se torna en pánico. Resulta evidente que la información global contribuye a expandir ambas sensaciones, hasta el punto de que entre los numerosos debates que surgen tras cualquier episodio notable de ámbito universal siempre hay una pregunta recurrente sobre si los medios contribuyen a apaciguar los ánimos o a encenderlos, si trabajan por la tranquilidad de los ciudadanos o siembran inquietudes innecesarias.

El repaso de las grandes epidemias de gripe que ha vivido el mundo en los últimos cien años, materia en la que nos hemos doctorado en los últimos días, nos proporciona alguna pista sobre la materia. La de 1918, conocida como gripe española, mató a más de 40 millones de personas en todo el mundo, es decir, provocó una gran mortandad, sin embargo su tasa de mortalidad apenas llegó al 2,5 por ciento. La más reciente gripe aviar, que provocó la infección de sólo 421 personas, acabó con la vida de 257, con un índice de mortalidad del 61. En la gripe española mató más la desinformación impuesta por la censura bélica --unida al trasiego de tropas por la gran guerra y a la falta de recursos sanitarios para afrontarla-- que el virus gripal. Mientras, en la gripe aviar el exceso de información y la disponibilidad de recursos médicos más sofisticados consiguió frenar la extensión de la enfermedad, pero no pudo paliar su virulencia.

En estas estamos ahora. Desconocemos aún la secuencia del nuevo virus y su trazabilidad, aunque la respuesta de los infectados que están recibiendo tratamiento a tiempo invita al optimismo. Tampoco sabemos si el virus mutará y, si lo hace, será más o menos agresivo. No arriesgaría mucho si apostase que dentro de unos meses, en un país como el nuestro, seguirá siendo más arriesgado para nuestras vidas montar en un coche que besar a una novia recién llegada de Méjico. Pero la cosa no es para hacer chanzas. Por eso es razonable mantener el estado de alerta, por eso es imprescindible la información, y por eso convendría aparcar, de momento, la alarma y el cochino miedo.