El fantasma del antisemitismo vuelve a recorrer Occidente, si es que alguna vez dejó de hacerlo. En una época en la que el discurso del odio y el fin de la corrección política son realidades bien palpables, hay denuncias que resuenan más que otras en un continente aún consumido por la culpa. Hemos podido leer editoriales que justificadamente advierten sobre el aumento del antisemitismo, dejando en segundo lugar el repunte del odio como diagnóstico de la normalización de los propósitos xenófobos en su conjunto. Se entona una nueva forma de J’accuse, y cada intento de sentar las bases de un debate argumentado es recibido con acusaciones de intentar justificar lo injustificable.

Los sospechosos habituales también son hoy distintos: se da por sentado que la ultraderecha alimenta este y otros discursos racistas, pero se apunta con el dedo a otros líderes políticos. Los comentarios simplistas no se han molestado en comprobar que el debate en torno al liderazgo de Jeremy Corbyn guardaba una relación estrecha con la adopción o no de una definición del antisemitismo en línea con cualquier ataque al Estado de Israel. Una definición que tristemente también ha abrazado el presidente francés, Emmanuel Macron, entre otros. O que la congresista estadounidense Ilhan Omar dirige sistemáticamente sus ataques contra un sistema en el que se escucha de manera sobredimensionada a algunos grupos de interés: los de AIPAC, que representa exclusivamente los intereses de Israel (en contraposición con el sentir de un número considerable de judíos estadounidenses), pero también los de los países del Golfo, sin que se haya levantado acusación alguna de islamofobia, o los de industrias como la armamentística.

La postura de estos y otros líderes en el ojo del huracán ha sido y es inequívoca frente a un conflicto, el palestino-israelí, hoy presentado como imposible de solucionar, como equilibrio simétrico entre dos discursos nacionales: el del pueblo judío, que aspira a un hogar nacional tras siglos de persecución, y el del pueblo palestino que, apoyado por sus vecinos árabes, no acepta ceder parte del territorio y alimenta el ciclo de violencia y odio contra un pueblo y no un Estado. Los orígenes coloniales del conflicto son hoy convenientemente inexplorados por gran parte del público.

Llevamos así décadas permitiendo, por acción u omisión, que cualquier discurso contra las acciones y fundamentos del Estado de Israel -el llamado antisionismo- sea condenado, e incluso criminalizado, como un ataque contra el pueblo judío en su conjunto. Apenas pestañeamos, sin embargo, cuando Benjamin Netanyahu afirma que «Israel solo pertenece a los judíos, no a todos sus ciudadanos», legitimando un Estado en el que los judíos son nacionales, algunos no judíos -en su gran mayoría, palestinos- son solo ciudadanos, y millones de palestinos viven bajo el yugo de la ocupación o sin la posibilidad de retornar a su patria.

* Coordinadora del Panel de Oriente Próximo y Magreb en Fundación Alternativas