Me gustan las palabras, siempre lo digo. Algunas por su sonoridad, otras por su origen o por su significado. Me parece maravilloso que se puedan concentrar sentimientos y pensamientos en unas grafías y unos sonidos concretos y que eso permita comunicarse con otras personas. Que decir nostalgia, esperanza, hijos o amanecer nos haga evocar y entender. Por eso admiro el poder unificador de las lenguas. Cuando era pequeña (de edad, sin guasas) siempre pensaba que un superpoder increíble sería hablar todos los idiomas del mundo, para viajar a cualquier parte y entender lo que los demás quisieran contarte, poder explicarles y compartir. Por eso creo que cuantos más idiomas se conocen, mejor. Hay millones de lenguas y dialectos en el mundo, algunos empleados por unos cuantos habitantes de un pueblo pequeño y recogido del Amazonas o de las Hurdes, pero que generan un sentimiento intenso de pertenencia a un grupo. Otros los usan millones de personas repartidas por el mundo entero, atravesando fronteras y haciendo que te sientas en casa por lejos que estés.

El conflicto surge cuando crees que tener un idioma diferente te hace superior; si en vez de emplearlo para unir lo usas para separar, para parecer más culto o más lo que sea que los demás. Y eso hace que caigas en una especie de colonialismo cultural: das por hecho que tu idioma es el predominante, que tienes todo el derecho a ser entendido y atendido en tu lengua, y que quien no sepa, que espabile. Hay que reconocer que en España en general hemos pecado un poco de eso respecto, por ejemplo, a los portugueses: entendíamos que ellos, por ser un país al que veíamos inferior, tenían que tener las cartas de sus restaurantes y los indicadores en español, que para eso nosotros íbamos allí a comer (maravillosamente, por cierto) y a gastarnos las perras. Pero luego pretendíamos que los guiris que venían a tomar nuestro sol y beberse nuestra sangría nos hablaran en cristiano.

Al final todo es un supremacismo encubierto. Del nosotros frente al vosotros, pero porque notros valemos más. Y negocio multimillonario, repartido en subvenciones y prebendas de las que viven (bastante bien) unos cuantos. Y lo que se consigue es separar, distanciar, y hacer que algo tan bello como las palabras sean un arma en manos de unos descerebrados. Porque la palabra es poder. Y quien la controla llega a controlar las mentes. Y todos sabemos qué nos ha traído el supremacismo en todo el mundo a lo largo de la Historia. Pero no aprendemos, y así nos va. H*Periodista.