Paseando por Antonio Hurtado recordé la emoción que el kiosco de Juanito despertaba en mí cada vez que los amigos acudíamos a por el sobre de cromos para intentar completar el álbum de la liga o el teleprograma de la semana con la parrilla de la única televisión de entonces, que luego amontonaba en los armarios de casa hasta llenar las estanterías con el afán de un coleccionista.

Esas imágenes, que ya pertenecen a la infancia, volvieron a mi memoria como el tesoro sentimental de quien sabe dónde están sus recuerdos: las tapias de la calle Salamanca, esa frontera al descampado donde luego se levantaron de edificios de Moctezuma y se hacía la feria, o el balón de cuero rodando por el asfalto mientras intentábamos hacer gol en la portería en la que habíamos convertido la puerta del almacén de maderas. Pero esas imágenes de la historia sentimental de cada uno se han ido borrando y ya es casi extraordinario ver a niños jugando en la calle, aprendiendo la vida a golpe de pelota mientras esos lugares empiezan a calar en nuestro corazón como gotas de agua para siempre.

Ahora, cada vez que voy al parque con mi hija, imagino que guardará en su memoria el caballito de Cánovas o el columpio con el que parece aprender a volar. También el fantástico castillo de tubos ciegos del parque del Rodeo. Esos objetos, esas imágenes formarán parte algún día de su pasado, de la niñez que ojalá nunca perdiera. Nosotros, sus padres, también podremos recordar cómo crecimos con solo doblar una esquina y pedirle a Juanito el álbum que guardamos como si fuera oro. Solo así sabremos descubrir el niño que llevamos dentro.