En épocas de recogimiento, falta de libertad e incertidumbre hacia el futuro, se intensifica la experiencia del fantasma, las ausencias presentes. ¿Quién nos acompaña en el confinamiento? La pregunta debería abrirse para nombrar a aquellos con quienes no compartimos espacio material pero sí comparten nuestro espacio psíquico. También las experiencias vividas en la noche, en la otra dimensión de la realidad a la que abren acceso los sueños.

«No podía dejar de amarla porque el olvido no existe/y la memoria es modificación». Escribe Cristina Peri Rossi en el poema ‘Reminiscencia’. «De modo que sin querer/amaba las diferentes formas/bajo las cuales ella aparecía en sucesivas transformaciones/y tenía nostalgia de todos los lugares/en los cuales jamás habíamos estado», «y moría de reminiscencias/por las cosas que ya no conoceríamos/y eran tan violentas e inolvidables/como las pocas cosas que habíamos conocido».

La reminiscencia de lo que no existió es tan violenta como la memoria de aquello perdido, nos dice Peri Rossi. La experiencia de la nostalgia no se ocupa solo de la ausencia de lo que fue, sino de todo aquello que ya no será, o que pensamos no podrá ser en los términos en los que lo deseamos. Se ocupa, podemos decir, del fantasma, de lo inmaterial tan presente que determina nuestras formas de vivir, pensar, relacionarnos con el mundo y con los demás. Algunas personas que conviven estos días con el sentimiento nostálgico, no solamente están lidiando con un echar de menos situaciones generales de libertad, ocio y afecto, sino que se enfrentan, con más intensidad, a la realidad de ausencias que ya existían antes del confinamiento. En algunos casos, la compañía deseada y perdida se convierte en la representación de todo aquello que amamos en la vida, y su ausencia pasa a simbolizar esa imposibilidad de acceder a estados de plenitud.

En el día a día del confinamiento, en los gestos pequeños de la rutina en encierro, todas conversamos con nuestros fantasmas. Mantenemos, a menudo, una conversación secreta y hermosa, que sentimos no podríamos revelar a los demás -¿quién podría entender algo así?-. Somos conscientes de que esa conversación nos separa, de algún modo, de otras materialidades del mundo, pero hay un placer poco confeso en la nostalgia, en el acto de, en soledad, aferrarnos al fantasma. Con el fantasma nos encerramos en una soledad que facilita estados de sensibilidad mayor, una experiencia de intensidad quizás solamente comparable al enamoramiento o el luto.

También en el espacio del sueño, la psique genera el escenario que no podemos vivir. A veces un paisaje sencillo, cotidiano, donde tiene lugar una conversación que revela nuestras otras existencias: las vidas que vivimos más allá de ésta, en el espacio de lo imaginario, a través de los afectos insistentes, obcecados, sutiles.

No todo el mundo permite que los fantasmas formen parte del relato oficial de su vida. Por eso me pregunto, cuando en otro momento recordemos estos días, ¿seremos capaces de rememorar el tiempo que, confinadas, pasamos con nuestras ausencias presentes? ¿podremos recordar quiénes eran y las escenas a través de las cuales también aparecían en sueños?

* Escritora