Creo que a nadie se le escapa que una parte importante de lo que está ocurriendo en Cataluña tiene como causa la mezcla de desprecio e indiferencia que la ciudadanía española siente por su país. Nadie duda que en Francia o Estados Unidos las cosas jamás habrían llegado hasta este punto.

Para intuirlo, solo hace falta escuchar uno de los mantras favoritos de Mariano Rajoy: «España es un gran país».

Podríamos acudir a la psicología, pero en este caso es igual de atinado y más rápido el refranero: «Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces».

Aunque la historia no explica todo completamente, en la historia casi siempre hay razones suficientes para entender el presente.

Me extenderé en los dos motivos fundamentales por los que a los españoles nos cuesta sentirnos orgullosos de ser españoles, más allá de la testosterona del fútbol y la superficialidad de las pulseritas rojigualdas.

El primer motivo es que hasta no hace mucho España fue un gran imperio. El desastre de 1898 puso fin de forma tajante a una decadencia que el imperio español venía arrastrando desde el siglo XVII.

La conciencia colonial duró hasta bien entrado el siglo XX; de hecho, cuando en 1922 Alfonso XIII visitó Las Hurdes, la prensa española se llenó de artículos que planteaban el debate sobre si había que invertir en la campaña de Marruecos o en paliar la miseria de buena parte del país.

Esto es mucho más importante de lo que parece, por dos razones. Una de ellas es la pérdida de estatus internacional (de gran imperio histórico, solo comparable con Gran Bretaña, a ser un país más), con toda la carga de desmoralización nacional que conlleva.

La otra razón es que de la frustración nace buena parte de la «cruzada salvadora» de Francisco Franco, precisamente destacado militar en Marruecos que, tras la victoria en la guerra givil, intentó reconstruir un imaginario colectivo español basado parcialmente en la nostalgia imperial.

Y aquí enlazamos con el segundo motivo por el que nos cuesta sentirnos orgullosos de nuestro país: el franquismo. La primera vía, el oprobio mismo de haber sufrido una guerra y una dictadura cruentas que dejaron profundas heridas emocionales y sociales para generaciones. La segunda vía es la de los elementos que esa dictadura escogió para «amar lo español»: el ejército, la nostalgia imperial, la iglesia y la concepción de la cultura española como mero costumbrismo (toros, folclore local, fiestas populares, etcétera).

La tercera vía por la que el franquismo impide enorgullecernos de España es la más grave: la ausencia de ruptura total con él. Primero, por el partido mayoritario de centroderecha, que ha hecho contorsiones dialécticas para no condenarlo contundentemente. Segundo, por una monarquía que fue elegida por el propio Franco como sucesión de su régimen autoritario, aunque luego se legitimara democráticamente. Tercero, por un poder económico que hunde sus raíces en el expolio hecho durante la guerra y la dictadura, produciéndose una continuidad entre muchas de las fortunas de entonces y las de ahora.

Así las cosas, a la izquierda, arrastrando sus propios complejos (de derrota ante un régimen contra el que fue incapaz de levantarse, de frustración por el fracaso internacional de la revolución y de excesivas cesiones para poder hacer la Transición), le resulta casi imposible abrazar los símbolos nacionales que, en muchos casos (como la bandera), son herencia de un régimen autoritario del que hay más motivo para avergonzarse que para enorgullecerse.

Si España no quiere ser un estado nacional fallido, necesita algo que nunca ha tenido: orgullo de proyecto común.

El primer requisito es que el PP rompa por fin todas sus amarras (políticas, emocionales, sociales y económicas) con la etapa predemocrática.

El segundo es que la izquierda asuma las características nacionales como propias, sin nostalgia de paraísos perdidos, con la única condición de que dejen de estar contaminadas de franquismo.

Y el tercer requisito es sentar, entre todos (izquierda y derecha), unas bases compartidas que nos puedan proyectar hacia el siglo XXI sin ninguno de nuestros lastres emocionales históricos.