Vivimos tiempos desconcertantes: el partido del Gobierno en el banquillo; el primer partido de la oposición desangrándose en peleas intestinas; los populistas aireando sus discrepancias; líderes nacionalistas desobedeciendo frontalmente las leyes y desafiando a los tribunales; directivos de banca pública intentando justificar en sede judicial el derroche de dinero público y, mientras tanto, la gobernabilidad del Estado bloqueada.

Causa verdadero estupor observar este panorama y contemplar a la vez el desequilibrio social existente o la alarmante situación de precariedad por la que atraviesa nuestra juventud.

Los partidos son los principales agentes de la política social, pero cuando se produce un déficit democrático el pueblo pierde la fe en las instituciones y sus representantes. La consecuencia de esa pérdida de confianza es que cada día se mira más críticamente a la clase política.

Maquiavelo subvirtió los planteamientos morales de la política, y desde entonces la actividad de organizar la cosa pública se comenzó a entender con más autonomía y más relajo, lo que ha servido para soslayar en numerosas ocasiones los más elementales cánones éticos. Pero en los tiempos que corren la laxitud moral ha crecido tanto que se está llegando a una situación tal que en política parece normal vivir sin normatividad ética. Y, aunque sorprenda, tampoco importa mucho la estética. Este fenómeno produce una profunda desarmonía en los ciudadanos que, al ver frustradas sus expectativas de progreso y bienestar, dudan de sus dirigentes.

Y así tenemos que los líderes políticos, en vez de esforzarse por convertirse en probos servidores de lo público, se afanan en controlar los medios de comunicación e implantarse en las redes sociales. Con ello predomina la imagen sobre la persona; la superficialidad sobre la ideología; la publicidad sobre el mensaje. La realidad ahora es virtual. Y, como puede deducirse, la política gana en mercadotecnia y pierde en compromiso.

La acción política tiene como fin principal organizar la sociedad, afán que debe apoyarse en valores tan importantes como la libertad, la justicia o la solidaridad. Por eso, desde antiguo ha existido una ética y una estética en la política: por encima de la ley siempre está la virtud y por encima de la norma el buen ejemplo. De ahí que una auténtica transformación de la vida pública exija un rearme ético y un compromiso social, si de verdad queremos la revitalización del sistema democrático y no una mera lucha de intereses.