Periodista

El apasionante mundo del periodismo, a caballo entre lo imprescindible --la información-- y lo entrañable, ha dado paso al mundo de la comunicación, menos romántico pero más rentable y poderoso. ¿Qué no gira en torno a la comunicación?, podríamos preguntarnos, para seguramente coincidir en que pocas cosas se le escapan. Quienes lo saben mejor que nadie, porque lo experimentan a diario, son los políticos. También los periodistas y otros profesionales de la comunicación, qué duda cabe, pero los políticos por partida doble, porque ellos son juez y parte. Juegan y arbitran. En RTVE y en tantas otras televisiones públicas hacen de jugador, tomando medidas --incluso económicas-- que afectan a los demás medios (dumping publicitario, sin ir más lejos), mientras que se reservan como árbitros de infinidad de decisiones en materia legislativa y de concesiones públicas (emisoras de radio y TV). Su poder, por tanto, es tremendo.

Un gobierno puede adjudicar a su antojo frecuencias de FM o señales digitales, regular la fusión de las plataformas --lo hizo el viernes el Ejecutivo de Aznar--, establecer quién puede competir con quién en la televisión local --incluso vía Ley de Acompañamiento de los Presupuestos-- y, en el día a día, abrir o cerrar los grifos de la publicidad institucional y de muchas --e importantes-- empresas paraestatales, algunas de las cuales también puede usar para comprar participaciones en medios privados (ejemplo: Telefónica en el caso de Antena 3 y Onda Cero). Vamos, que ancha es Castilla, amigo Sancho.

Nadie discute, por ejemplo, que la gubernamentalización es el sesgo dominante de la información de los canales estatales y autonómicos, con el consiguiente alejamiento de un servicio público que se basa en el respeto del derecho a la información. Pero nadie hace nada por cambiar la situación. Y eso que en RTVE está en juego casi 6.000 millones de euros de deuda --el presupuesto de una comunidad como Galicia--, una sangría en subvenciones del Estado y una política comercial que deriva en competencia desleal, como han denunciado los editores. En otras palabras, como el ente RTVE tiene crédito ilimitado, baja las tarifas de publicidad y daña a sus competidores privados, que sí viven del mercado.

Desde un punto de vista más formal o académico, podríamos concluir que el sector de la comunicación acusa dos grandes rasgos. El primero sería la concentración empresarial de los medios, lo que supone una competencia más fuerte y, a veces, la eliminación de tendencias, quizá camino del bipartidismo informativo. Y el segundo es la diversificación de los soportes, mediante el uso de nuevas tecnologías y, lo que es más importante, una nueva forma de entender el trabajo en equipo, que propicia las llamadas redacciones multimedia.

¿Conclusión? La comunicación es ya un gran sector de la economía, un pilar básico de la nueva economía. Y, por si fuera poco, es decisivo para ganar o perder elecciones.

Observemos, en cambio, el escaso interés de los gobiernos por fomentar la lectura o dar facilidades a las empresas editoras, mediante políticas a medio plazo que alejen a España de sus bajos índices culturales. Se olvidan de lo más esencial: de que España no converge con Europa en comunicación, como subraya el informe anual del sector que dirige Díaz Nosty. ¿Por qué? Entre otras cosas, porque tiene uno de los consumos más bajos de prensa, mientras que los medios audiovisuales, muy condicionados por la degradación de las televisiones, se alejan de los referentes europeos, donde los contenidos respetan más el derecho a la información y los valores culturales.

Tampoco en internet se conoce un desarrollo equiparable al de los países centrales de la UE. Y estos factores definen un modelo de comunicación con un perfil devaluado en términos de innovación y de cultura democrática.

A futuro, a menos que no importe la salud de la democracia, es imprescindible retomar el consenso. Porque tampoco arreglará nada que quien venga detrás haga lo contrario. Tomar decisiones sin negociar con todas las empresas del sector, dar la espalda al Parlamento, aprobar leyes por la puerta de atrás y hacer de juez y de parte son planteamientos más propios de un país bananero que de un Estado de derecho.