Durante estos dos meses de encierro me acordé mucho de dos pensadores confinados, que fueron también los dos rectores más célebres de sus respectivos países. En primer lugar, el Rector de Salamanca, Miguel de Unamuno, al que tras su enfrentamiento con Millán Astray los franquistas condenaron al arresto domiciliario (a él, pensador andariego que no soportaba un día sin pasear por la carretera de Zamora) y que para colmo tenía que aguantar las visitas de desquiciantes falangistas, con lo cual, entre el estrés y la falta de ejercicio, su infarto fue la ejecución de una pena de muerte diferida.

En segundo lugar, el efímero Rector de Friburgo, Martin Heidegger, seguramente el pensador más importante del siglo XX. Su apoyo a Hitler ha hecho correr no ya ríos, sino mares de tinta. Por eso, no me extraña que, cuando le hablé del libro de Adam Knowles, Heidegger’s Fascist Affinities. A Politics of Silence (2019), a Marco Antonio Núñez, profesor de filosofía en Cáceres y buen conocedor de Heidegger, comentara: «Siempre están con lo mismo».

Y en realidad es sorprendente cómo, cada vez que sale a la luz el asunto del antisemitismo de Heidegger, la gente se rasga las vestiduras. En los años 80, a raíz de un libro de Víctor Farías que no hacía sino recordar lo que eran hechos de dominio público, hubo un escándalo ante el cual la respuesta más digna la dio el poeta René Char, que había luchado durante la Ocupación contra los nazis: «Ahora, los que se nutrieron a dos manos de su obra van a escupir sobre él». Treinta años después, tras la publicación de los diarios de Heidegger, conocidos como Cuadernos negros (por el color de sus tapas, no por su contenido), otra vez vuelven los escupitajos desde el mundo filosófico, de autores como Jean-Luc Nancy que bebió de él, y que publicó un panfleto titulado Banalidad de Heidegger, para marcar distancias.

Los Cuadernos negros, que está publicando en español la editorial Trotta, son una mina de incitaciones, para mí incluso más interesantes que sus tratados publicados en vida. Precisamente su marginación de la esfera pública, con la prohibición de dar clases, hizo que, confinado en la Selva Negra, confiara a sus cuadernos las intuiciones que iniciarían nuevas rutas de su pensamiento, y se confesara sus incertidumbres.

Uno puede recorrer cientos de páginas sin que aparezcan los judíos, pero eso es lo único que interesó a la prensa, y al norteamericano Knowles, que contextualiza los temas del pensamiento heideggeriano dentro de los tópicos de la extrema derecha alemana: así, su elogio de la vida rural (su ensayo «Paisaje creador. Por qué nos quedamos en la provincia», escrito tras rechazar una cátedra en Berlín, debería ser lectura obligatoria en Extremadura) lo relaciona con la contraposición de la propaganda nazi entre el alemán arraigado y el judío desarraigado y perturbador; su elogio del silencio y la sobriedad es el que se hacía del carácter germano frente a la cháchara judía. Si nos ponemos así, hasta Delibes podría ser nazi.

Sobre los Cuadernos negros, Knowlesexpone la turbadora hipótesis de que Heidegger, al publicarlos póstumamente, quiso demoler su fama institucional para abrir camino a otras lecturas, convencido de que sus verdaderos lectores pertenecían al futuro.

El error criminal de Heidegger, tan común a los alemanes de su época, contaminó parte de una obra que, aún así, sigue siendo imprescindible. Hoy día, incluso las «estrellas» de la filosofía tienen algo de epígonos (Zizek hegeliano, Sloterdijk nietzscheano) y la filosofía, entre el academicismo y la divulgación simplificada (tipo Byung-Chul Han), es un terreno estéril del que será difícil que surjan pensadores que, con un lenguaje nuevo, aborden el presente, aún a riesgo de equivocarse.

* Escritor